marzo 29, 2009

El mundo parecía distribuido de otra forma en el camino de vuelta. Distinto en algo, no sé exactamente en qué. He pensado que era, a lo mejor, la lluvia. Al llegar empapada, tan tarde, me he secado el pelo, he agradecido la ropa seca, el olor a vainilla que quedaba en el cuarto. Y la he visto ahí. En el techo, dormida en su sueño de insecto, simétrico. Me ha turbado esa presencia extraña en la habitación. Un ser de alas en el ocre suave de la pared, en mis espacios. Oscura, paralela, inmóvil. He recordado el miedo que les tuve de niña, que oí decir que las cubría un polvo para que pudieran volar y temía que me sobrevolaran, a mí o a mi comida, por si me rociaban con algo y de repente yo me convertía también en una criatura de alturas y de vuelos. Así que la he mirado, quieta, la he dejado ahí. Aunque sé que esa presencia extraña, esa intrusión, puede costarme una noche (esta noche) de insomnio.

marzo 14, 2009

Despertares

Si me despierto en medio de la noche,
me basta con tocarte.
A mi lado respira
tu cuerpo de hombre joven
como animal en la naturaleza.

De SI ME DESPIERTO EN MEDIO DE LA NOCHE.
J. A. González-Iglesias

Da igual cuánto tiempo hace que no vengo a la casa. No importa, siempre ocurre lo mismo o casi lo mismo. Me duermo involuntariamente en el sofá. Eso sólo ocurre aquí, esas siestas involuntarias que me inmovilizan durante horas. Cada diez minutos ha sonado el despertador. Cuando no sonaba, yo soñaba que estaba sonando. Cada diez minutos una inmovilización mayor, un dolor como el de llaga abierta de Umbral. No poder, de verdad, salir de esa postura de tristeza. El perro llorando con un llanto casi humano, de niño, porque estamos solos y porque no me reconoce y porque no le gusta que duerma a esas horas del día. A ratos me lame la palma de una mano. Tengo ganas de pedir auxilio, de gritar socorro. Pero hago un esfuerzo y me levanto, dos horas después, y me voy al patio y pongo mi esperanza en el sol. De fondo ruido de tambores y cornetas. Un ruido de infancia y calles a oscuras, de pueblo emocionado y saetas desde la ventana. Pero no lo siento. No siento el sol, quiero decir, ni percibo el sonido con todas las dimensiones que tienen los sonidos. Está el velo entre el mundo y yo otra vez. Detesto esos sueños involuntarios, la inmovilización del cuerpo y del alma a la hora de la siesta. El perro aún llora. En el baño, dejo caer una nube de polvos de talco en mi brazo y los huelo de cerca. Y siento la proximidad irremediable del velo, cómo me cubre, cómo me impide que los polvos de talco huelan a polvos de talco y signifiquen algo más que sólo una inolora sustancia blanca. Se me llena el pecho de una burbuja de aire. El perro llora y lo acaricio. Al perro no le gusta que estemos solos ni que yo me duerma en el sofá. Me dan ganas de juntar mi llanto con el suyo. En lugar de eso, busco algo en la despensa. Pero comer, de golpe, me parece obsceno o me produce náusea. Entonces me acude, sin razón, una frase: Vivre à deux. No como. Me siento en ese escritorio de infancia, de tardes de adolescente resolviendo ecuaciones o versos en latín, y pienso que a lo mejor todo ese consuelo, toda esa cosa que busco y que cura del velo y la campana de Plath puede hallarse nada más que en un à deux, como en los monasterios, en Godard, o en algunos poemas.

marzo 07, 2009

Ada y la canción del cisne


Swan song. F. Woodman

Querida Ada:

Has vuelto un poco. Has estado otra vez. Contigo muchas veces parece que todo encaja, que el mundo se adapta perfectamente a los contornos del mundo. Contigo pasando por una iglesia, un niño jugando a lanzar la pelota contra un muro de esa iglesia. La ciudad se llena de balcones y de lugares nuevos, plazas que no conozco y a las que tú llegas con naturalidad, y hay escaparates con trajes de novia y maniquíes y tiendas de rotulación de vehículos y personalización de trofeos. Cambia contigo la luz de la ciudad. No sé cómo lo haces. Entonces me muestras algo, me dices que tienes algo para mí. Y ese algo es una exposición de Francesca Woodman en la galería de la calle Santa Teresa. Me la muestras, la miras callada aunque ya la hayas visto antes y la conozcas de memoria. De repente abres una cortina negra. Y allí pasamos la tarde. Sólo hay una lámpara de pantalla roja y proyecciones en blanco y negro a ese lado de la cortina negra. Y nos quedamos ahí. Sólo contigo sé habitar esos sitios. Te miro hablar mientras la proyección de la pantalla se te refleja en las gafas y crea sombras cambiantes en los rasgos de tu cara. Te escucho. Hablamos mucho ahí dentro. Imagino cómo sería que cerraran la sala y nos quedáramos ahí, toda la noche entre Francesca Woodman y cortinas negras. Y se está bien contigo en lugares como ese mientras me explicas algo sobre la identidad y Lo infraordinario. Te escucho. Te miro, Ada, y siento que hay lazos directos, casi físicos, entre todas esas fotos y tú y yo y las luces que se te proyectan en el rostro.

Retrato

Me ha llegado el recuerdo a través de un olor. El olor a marisco subiendo por el patio de luces. He recordado aquella casa sin exteriores, aquella casa con ventanas a sí misma, que desembocaba en sí misma. La recuerdo circular, aunque no había nada más cuadrado, más diagonal y laberíntico. Y recuerdo el olor a marisco subiendo del patio interior al que daban todas sus ventanas, las fotos en blanco y negro de gente que no conocí colgando de todas las paredes. Hombres vestidos de militar y un Jesucristo de corazón sangrante rodeado de velas. Había una silla pequeña y de madera que llevaba mi nombre, que alguien pintó y barnizó y que fue para mí. Recuerdo el daño que me hacían en los muslos los clavos de aquella silla, las astillas de la madera, y que siempre se me rompían los leotardos al levantarme. Nunca hablaba en la casa oscura. Jamás. Me fascinaba esa oscuridad perenne, el uso constante de la luz artificial, el pitido insoportable que hacía su aparato para oír cuando se acoplaba y sus manos regulando algo diminuto de la oreja. Sus manos eran jóvenes, más o menos jóvenes. Recuerdo el exceso de sal siempre en la comida. Ella sin sentido del gusto ni olfato, desde niña, un accidente, y desde entonces sus comidas siempre una aglomeración de sal. Recuerdo la necesidad con la que bebía agua y a mi madre diciendo: Cuando no quieras más, no comas. Y yo callada en la silla diminuta de madera, sabiendo que al levantarme volverían a engancharse ahí los leotardos. Antes de comer, mientras olía a marisco que no era nuestro (nuestro era el atún, las aceitunas, las patatas fritas caseras) había siempre en la tele ruido de motos. Recuerdo en especial la voz de un comentarista y ese estruendo de motores rodeando la casa, la oscuridad de la casa. El ruido llegaba hasta la habitación de un señor conectado a una máquina de respirar. Me llevaban allí, alguien me tomaba en brazos para que lo besara y luego llegábamos al salón por pasillos oscuros y otra vez al sonido de motos. Después llegaba el postre, casi siempre unas natillas sin gracia ni azúcar, que yo me comía muy despacio mientras se me olvidaba un poco tragar, el ritmo natural de los alimentos y su recorrido en mi boca. Ella decía: "Las he hecho por ti." Y yo me las comía despacio sentada en la silla pequeña. Entonces en la tele, en un canal autonómico, una película del oeste que sólo él seguía y que a mí me ponía triste, no sé por qué esas películas del oeste me hacían llorar y me concentraba en otra cosa que no fuera el sonido de tiros ni aquellas voces de doblaje. Luego alguien insistía en que me quedara, decían que había muñecas y trajes de novia en un baúl, pero yo siempre decía que no con la cabeza y me iba tocando el muslo diminuto a través del agujero pequeño y nuevo en los leotardos. Recuerdo esos sonidos, me ha llegado todo ese ruido a través de un olor. Entonces he recordado sus manos ajustando el volumen de aquel aparato de oír, aquel pitido. La última vez que vi sus manos estaban muy quietas, más pequeñas, hechas de una carne que ya no parece la suya. Me resultó imposible que recorrieran ahora solas toda esa distancia entre el colchón y su oído. Y me miró como me miraba aquel hombre conectado a máquinas de respirar.

marzo 01, 2009

Estás presente. No sé cómo no te he dicho antes lo presente que estás. Aquí, desde que sé que vienes, en toda la materia virtual de esta página. Recuerdo cuando te prohibía la entrada, cuando te pedía que no, por favor, y tú venías, aún así. Y ahora me gusta que estés y sin tus ojos no sé si existiría este lugar. Quería decirte que anoche soñé con la casa. Esa casa a la que ya sólo vas tú. Escucho La primera ópera envasada al vacío y es como estar otra vez en la casa. Aunque en realidad no me quito de la cabeza un día en que estábamos los cuatro, en la cocina como siempre, como casi todas las veces los cuatro. La radio estaba puesta y se oía ruido de platos en el patio de luces. Adoro esa cocina sin luz, esa manera tuya de organizar las cosas, de medir a puñados la comida, de saber hacerlo bien, y los cuatro en la cocina pequeña, con todo ese tiempo que pasábamos allí. Escucho La primera ópera envasada al vacío aunque no pertenezca a ese lugar. En realidad escucho ese disco porque me lleva a ti y a lo que quedó del piso y la cocina y de aquel día y de días como ese. Porque me lleva a la calle Amberes y vistas a la luz y un año más o menos en calma, aunque nos veíamos poco, y soñábamos con Toulouse, y tú llorabas a veces con frío en un banco de enfrente de la facultad. No. Es mentira la calma de ese año. Es sólo la memoria. Sin embargo la cocina es cierta, esa mañana es cierta (aunque tú la hayas olvidado). Y él dijo: "Tenemos que poner Mother porque es el día de las madres." Él, siempre tuyo, los rituales y él. Y sonó Mother en la cocina mientras tú medías algo a puñados o fregabas tazas sucias de té. Recuerdo luminoso ese día. No sé de dónde veníamos ni lo que hicimos luego, pero he soñado que estábamos, otra vez, los cuatro en esa casa a la que ya sólo vas tú. Yo ya nunca voy a la casa. La noto hueca o llena de agujeros. Me confunde la casa. Han cambiado la disposición de las camas y las últimas veces me he sentido una intrusa. Las últimas veces han sido distintas y no he sabido caminar a oscuras el pasillo que tantas veces caminé a oscuras. Él sigue ahí, pero apenas voy a verlo porque a veces me entristece la casa. Pero he soñado con ella. Y he querido decírtelo. Y explicarte lo presente que estás, y que a lo mejor cuando me leas no lo entiendes, no recuerdas, no sabes cómo de fuerte cantaba Lennon Mother y nosotros decíamos sin nostalgia: But I never had you... Pero sí. Estabas. Y c'est pour toi.