noviembre 20, 2009


"Elle a perdu des hommes
mais là elle perd l'amour."
de Orly. Jacques Brel



Has fumado esta noche escuchando a Nick Drake. Lo sé porque yo también he estado fumando. He mirado el patio del colegio desierto y los focos de la pista monstruosos y apagados. He mirado mucho la geometría blanca de los pasos de cebra y el dibujo que hacen desde arriba los lados de la calle. Tengo un agujero, esa "llaga abierta", cortada la palabra, como dijiste tú. Tes yeux à 10 cm des miens qui me coupent la parole. Si estuvieras aquí ahora te diría que lo recuerdo todo, incluso el día en que me dijiste lo de los ojos que cortan. Tú dirías como dices siempre que tiene que ser pesado, doloroso, recordarlo todo, no ser capaz de olvidar. Y luego callarías un rato mirando el techo y te prometerías dejar de fumar mañana. No entiendo hoy de qué sirve prometerse marchar para que queden aún hombres buenos en la tierra, de qué puede servir si entonces me llegan las letras que escribiste sin luz en un teclado azerty para decirme: "J'arrive.", para que yo entendiera que venías. Y parecía entonces que estaría ya siempre sonando Majâz y que la luz no cambiaría nunca, que seguiría el amarillo de la pantalla reflejado en los cristales del octavo que reflejaban a la vez todo lo que no era nuestro, el exterior del balcón, la cuidad desde lo alto. La ciudad sin río, ni agua, ni puentes. O con río y puentes, pero otros distintos de los que nos conocieron. Y luego no era verdad que Majâz fuera a sonar siempre y que el vino no se iba a acabar nunca, ni que el rojo de la habitación era más suave con el ocre de tus sábanas en el colchón del suelo. Desde entonces me siento habitar un bucle de kilómetros. Pero no son los kilómetros que soñamos hacer. Son otros, son kilómetros sin gracia ni sentido. Treinta y cinco kilómetros al norte, cinco al oeste y luego cinco al este y treinta y cinco al sur. Así vivo desde entonces. Miro como si fuera tus ojos (y soy tus ojos) la vegetación que tú abrazaste, que tú tocaste con una mano pálida para decirme: "Ça n'existe pas chez moi." Y en las palabras "chez moi" hay una calidez, un terreno reconocido, un territorio a medias. En tu boca "chez moi" se convertía en algo mío, imagino que también tuyo, pero sobre todo mío. No sabría explicarte lo que pienso mientras hago esos kilómetros. No te lo puedo explicar porque lo pienso sin palabras y porque la última promesa firme fue la de nunca prometernos nada. La promesa del andén veintinueve y la puerta cerrándose y yo pensando en cómo sería callar, no decirte nunca: "Se va, se está yendo." Aunque lo viste, a lo mejor leíste en mi cara que lo veía irse sin ti y por eso te giraste y levantaste el brazo y corriste detrás. No lo sé pero pienso mucho durante todos esos kilómetros y me pregunto qué me impide hacerlos todos hacia el norte, colocar en el mapa una equis justo ahí donde dice "chez moi" y empezar a conducir despacio, esta noche hoy mismo, empezar desde ahora a buscarte. Pero luego comprendo que es la certeza, por una vez la certeza, de bien y de mal y que contra esa certeza no se puede nada. Así que recorro otra vez los kilómetros en espirales sin fondo, sin equis al lado, los kilómetros que no llevan a ningún sitio, como mucho a pensar con toda esa intensidad durante una hora y media al día lo lejos que ha quedado "chez moi".

noviembre 06, 2009

Derviche

No sé cómo explicarlo porque empezar a explicarlo es ya dejar un poco de entenderlo, de estar dentro, tan cerca. Detenerse y sentarse, hacerlo verbo, tinta, es ya volverse del lado equivocado. Aunque supongo que es inevitable, por la falsa esperanza (y sabes bien que falsa, por eso no entiendes seguir) de que dure aún un poco, de fijarlo, de dejarlo quieto. Mirarlo danzar, girar, girar sabiendo que él está en un punto justo del infinito que tú no conoces, que a lo mejor casi nadie conoce. Saber que él está ahí y que no está ahí. Verlo danzar y olvidar el propio cuerpo, y recordarlo tan solo porque hay algo caliente que te arde en la mejilla y que te baja a los labios y sientes el sabor a sal como si fuera el sabor primero de la tierra. Es imposible explicarlo. Explicarlo es casi hacerlo mentira, negar la belleza del rito. Pero cómo guardarse dentro el blanco de su ropa plegándose en el aire, casi empezando el vuelo. Cómo es posible haberlo visto y sentido la sal, escuchado la música en los poros, y llegar a la cama sin haber intentado antes hacer que aún dure un poco, que no se te olvide la paz de la danza, la claridad que tú sabías del lado de sus ojos, que a veces conseguías confundir con los tuyos.