julio 27, 2010

¿El bello verano?

El verano tiene mucho de teléfonos que suenan sin que los oiga nadie, de puertas hinchadas por la humedad, de gente durmiendo todo el día, durmiendo de sol, de calor y de sol y todo el día con ese sueño de haber terminado hace poco de comer y que no exista la prisa nunca más, de alargar mucho la hora sucia de la siesta. No sé si me gusta el verano. A veces hay fiestas hasta tarde en una casa del monte y velas o antorchas y la música y la conciencia del mar, aunque tan lejos, la conciencia del mar. Hay terrazas llenas en Europa y camareros bellísimos que reconocen tu idioma en el acento y te dicen mientras te vas que gracias, un piropo ensayado y gracias. No sé qué pensar del verano, es una alegría sin forma, a ratos la decepción o el sentimiento de que algo se acaba o de que todo se acaba o de que hay cosas acabándose en alguna parte del mundo. Te dan tristeza los periódicos vacíos, y más tristeza que nunca las tragedias de todos los días. Parecen más grandes, más tristes, más tragedias en verano. Y te sientes como si esperáramos todos el incendio definitivo, o el calor definitivo, cualquier cosa rotunda y para siempre pero que en realidad no durará más de lo que dura un verano. Porque en el fondo hasta la alegría, las fiestas, las terrazas (no, las terrazas no, es mentira, el centro de Europa te calma y allí es el único lugar en el que el verano promete exactamente lo que da y se esperan lluvias y tormentas de diez minutos que paralizan los trenes durante dos días y luego anochece tan tarde y la luna se ve más grande y te gusta pensar que es porque está más cerca), en el fondo el verano del sur, quieres decir, todo eso guarda siempre un gusto a teléfono que suena y que no responde nadie, o a despertador sin pilas al lado de una cama vacía. Las playas, el ocio, los reencuentros. No sabes exactamente qué pero hay algo ahí que te deprime, que te deprimía ya cuando tenías cuatro años y comprendiste que los niños también mueren visitando un cementerio oxidado en el norte. Recuerdas la diferencia entre esas tumbas y las tumbas que hasta entonces habías visto tú. Recuerdas la foto del niño desgastada de sol y contar con los dedos la diferencia escasa de años entre la primera y la segunda cifra. Recuerdas el brevísimo guión separando las dos fechas. Te acuerdas mucho de ese verano de norte. No sabes si fue el primer verano triste, o el verano más triste porque sabes nada más que vivíais en una casa con pulgas y que te picaban las muñecas por las noches y que si cerrabas los ojos entendías que los niños también mueren y eso te aterraba y tenías que salir por el pasillo de casa vieja, tocando con las palmas las paredes rugosas, buscando con angustia la cama de los padres.

julio 19, 2010

Perdona nuestras ofensas como también nosotros

Perdonarse. En reflexivo, en primera persona, neto, en bruto. Yo no sé si es posible perdonarse. Si alguien sabe perdonarse, si alguien entiende de verdad las esquinas del verbo, ese verbo. Basta con escribir en el cuaderno mirando la quietud del gato la palabra reconstrucción, creer en la palabra recomenzar, apoyar la espalda tensa por fin sobre el respaldo, cerrar los ojos con la mano sobre un vaso helado de zumo, el alivio del frío, mirarlos a ellos jugando ajedrez durante horas de silencio mientras él los dibuja, que anochezca a las once. Basta con saborear esa calma, con detenerse un instante en ella y escribir "Reconstruccion" en tinta azul para que entonces todo vuelva al punto de antes. Como un animal, todo esto se mueve como un animal que no sabe, retrocede, teme, avanza, retrocede otra vez y aún más lejos, hasta el punto anterior al punto anterior. Entonces están los sueños. Un pañuelo cerca de los ojos, gente rodeando un cuerpo, el miedo, que te despierte el teléfono y no sepas si el teléfono te despierta o es parte del sueño y del animal que no avanza. Te preguntas si no bastaría con perdonarse, con teñirse de un bálsamo, no sabes qué balsamo, pasárselo por las sienes, los brazos, alrededor de los codos, cada uno de los pechos, las ingles, llegar hasta los pies. Perdonarse con ese bálsamo, que se perdonen todos, creer en la luz que vemos y no queremos creer, no llorar en los paseos del bosque, no soñar con cuerpos tristes rodeando otro cuerpo, tener el valor de avanzar a pesar de todo. Quizá nada más tener el valor de la renuncia. No sabes si de golpe lo único que hace falta es el valor de la renuncia.