septiembre 30, 2010

Me llegó tu carta como siempre en el día exacto. Hoy envié la respuesta. Me hicieron, no sé por qué, ir hasta a un edificio altísimo a un lado del canal para poder mandarla. No sé por qué hasta allí. Pero ya he ido, la he enviado. Te llegará pronto. Todo el camino trataba de decirme, no sé por qué, que había que renunciar a la correspondencia. Pero no. Allí te recoge una calefacción suave, y meterse las manos en los bolsillos para olvidar el frío de la bici. Ya he ido y he vuelto y estoy ahora otra vez dentro de la casa. Y aquí, dentro, hay un letrero en el espejo. En algún sitio pone Spiegel, luego, en otro, Wer bist du. Al principio me gustaba ver escrito todos los días Wer bist du, pero ahora es como si me hubiera hecho un agujero en algún sitio esa frase y me pierdo, te pierdes tú, quiero decir, y todo el mundo conocido en los nervios de una planta de palta abandonada en la calle. Aquí está todo, es verdad. Es como si todos los que están aquí creyeran que han traído a esta ciudad, este barrio, el centro del mundo de repente. Pero no es verdad y lo saben. Y por eso no es soberbia. No. La gente se mueve como cerca de la raíz, regala cosas, cree en algo más allá de la materia y parece a veces por la calle que vaya pensando en ese algo y que por eso se sonríen así. El metro hay días que huele a levadura o plastilina y lleva por dentro a mujeres elegantes con chaquetas viejísimas y hombres con traje que van leyendo de pie. Hay también una lluvia invisible que lleva siete días cayendo sobre los contenedores abiertos y los patios de escuela. Pero a pesar de todo es tan fácil la forma de cambiarse de ciudad que tienen los estados del miedo. Cerrar los ojos y que todo sea como cuando era la infancia y a veces estaba oscuro y se abría en canal esa caja cerrada y todo se llenaba de brujas, hombres con parche, monstruos de gelatina verde. Eso también te lo he dicho. Pero a ti más largo, despacio, mejor.