Es verdad que esa campana existe. En la sala de espera hay viejas con la carne apelmazada, mal pintadas, con el esmalte de las uñas a medio quitar. Una de esas viejas dice a veces radiomaría y los pastores y el maná o la leche. Por suerte esa campana existe sólo a ratos, pero soñar contigo y luego verte, olerte la piel tras cuatro años de olvidar tu piel, me ciñe esa campana, me la pega a los ojos, me limita el oxígeno. Y la campana de Plath es el velo. Me di cuenta ayer, the bell jar es el velo amarillo. Gastar un día en nada, en estar dentro, en faltar a todo, en temer la lluvia, en dar vueltas bajo una colcha mientras cambia la luz, poner música de entonces y despertarme para salir, sin saber a dónde, salir y que estés en la puerta precisa en el instante preciso y tener tu piel tan cerca de la mía como si fuera la misma, como si aún estuviera soñando. Es normal, me parece, que aparezca el velo, esa campana, si sueño que existes, que vuelves a existir, y minutos más tarde, casi simultáneamente, no más tarde, estás ahí, paralelo a mi cuerpo, existiendo otra vez y besándome las mejillas, como si alguna vez tú y yo nos hubiéramos besado las mejillas. Es normal el velo y la campana de cristal y acordarse de todo eso con un temblor muy leve en las manos si pasa una hora y media en la sala de espera incorrecta, en un lugar en el que no se quiere estar.
1 comentario:
Es curioso; anoche escribía sobre Sylvia Plath y la locura de sentirse sola en un mundo lleno de ojos. Siempre me he preguntado si la casualidad es una causa (o una campana).
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