agosto 18, 2009



La luz ha recorrido ya todos los puntos cardinales. Y yo la he visto. No sé cuántas horas de sesenta minutos puede un hombre corriente, no entrenado, permanecer sin dormir. Cuánto tarda en enloquecer o empezar a temer la ceguera en mitad de un aeropuerto. Y ya aquí huele a lo mismo a lo que olía entonces toda la Gran Bretaña, y ya aquí me pregunto qué estoy haciendo aquí, volviendo a lugares a los que nunca deseé volver y temiendo la ceguera en mitad de un aeropuerto. En mitad de ese olor. Porque aquí huele a lo mismo a lo que olía Rayleigh Tower, no sé si a la moqueta o a tanto alcohol en todas partes, pero este olor coincide exactamente con el olor de aquellos días. Entonces salir de ahí eran nada más los noventa minutos de lavandería a una libra y veinte peniques cada jueves. Era sentarse en el interior del hexágono del Campus Norte y mirar el agua y el suavizante dar vueltas. Era por un instante disolver ese olor, ahogarlo en un baño de ropa limpia y secadora. El resto del tiempo el olor permanecía, era siempre el mismo, no cambiaba nunca. Como ahora en mitad del aeropuerto.