No sé por qué una pepita marrón dentro de la vulva había de matarte. No lo sé pero sufrías y había en todo el aire el mismo aire que hay en las películas de Lynch. Yo cubría tu cuerpo frágil con mi cuerpo, que en esas calles parecía más fuerte. Yo te llevaba de la mano, te hacía caminar rápido, te protegía de las balas y la sangre. Aunque yo cojeando, aunque mi mano en el cuello recogiendo algo húmedo y tibio que nacía de una mordida de bala que escocía y concentraba todo el dolor y el miedo ahí. Te suplicaba con ganas de llorar pero sin llorar: Amor mío, no te mueras, amor mío. De todos los balcones brotaba un líquido rojo y espeso que caía ante nosotras, detrás de nosotras, sobre nosotras. Y yo gritando cuando te sentía desfallecer, tu cintura sin peso caer sobre mis brazos: Amor mío, no, no por favor, amor mío. Y el sonido de balas y la voz del culpable de esa muerte, de esa pepita asesina dentro de ti rodeándolo todo. He despertado con las manos dormidas, de apretar tanto tu cuerpo, y he tenido miedo de ser yo la que ha acabado contigo cuando yo quería nada más que salvarte.
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