La última vez que nos vimos, tus manos eran tres veces más grandes que las mías. Recuerdo la dimensión inabarcable de tus manos. La última vez que nos vimos, hace diez años, yo tenía diez años sólo y tú pertenecías a otro mundo. Recuerdo el olor de la escuela de música, el sonido de los pianos viejos, la luz de cinco en punto que entraba a través de balcones de otro siglo y en el silencio, a veces, la carcoma. Recuerdo gente que ensayaba en otras salas. Sonidos de banda de pueblo y tú tratando de hacer de mí algo más, de mis manos de niña de diez años algo más. Nunca pensé en volver a verte. Eras un personaje de infancia, de un pueblo que ya no es mi pueblo ni existe para mí más. Pero los actos - como él los llama, actos - permiten vínculos inexplicables. De repente estás y los saludas a ellos y sé que no reconocerás en mí mis propios genes, que ya no soy las mismas células. Pero ellos te preguntan si te acuerdas de mí y me tiembla la voz cuando vuelvo a ver la dimensión inabarcable de tus manos, cuando me coges por los hombros para saludarme. Huelo la escuela de música, huelo los pianos viejos y mis manos y las tuyas sobre la madera de esos pianos y el sol de cinco en punto de la tarde. El reloj de la iglesia. Lo recuerdo todo y jamás pensé que volverías, que te vería con ojos de otra cosa que ya no es la infancia. Así que después la cena, mirarnos de una mesa a la otra durante toda la noche, verte brindar en la distancia por mí, hacia mí, y encontrarme a mí misma levantando hacia ti una copa. Mucho vino después desear tus manos, solamente tus manos. Te veo moverte, mirarme de reojo, venir definitivamente a mí y decirme: Quiero leerte. Sé que escribes y quiero leerte. Me hablas de signos del zodiaco, de usar tacones, de peinarme así, y me tocas los codos o la cara. A veces, muy pocas veces, también la nuca. Al final me besas. No sé cómo te atreves ni si debería salir corriendo o pedir ayuda o decirle a ellos: Mirad lo que hacen esas manos conmigo. Pero me besas, sutil, en una esquina, un beso 'andeniado' aunque estén todos delante, aunque sea sin duda la más joven de la cena y la más alumna de la cena y tú un profesor de piano de la infancia. Me escribes despacio en un trozo del menú tu número de teléfono. Me propones músicas, que te escriba no sé qué letras, que te llame pronto, y yo no puedo más que pensar en lo inabarcable de tus manos. Había olvidado esa extensión de la infancia, ese terreno irrecuperable. Vuelvo a la mesa y alguien pregunta quién eres y ellos explican, ellos padres, ellos pacientes: Su profesor de piano. Y yo agacho la cabeza porque aún me siento arder en un andén de la boca ese beso furtivo, imperceptible. Y me noto latir en lo profundo del bolso los nueve dígitos de tu número, las letras de tu nombre. No voy a llamarte. Estás loco por besarme 'andeniado' al lado de los padres, por darme tu número, por tocarme los codos y la nuca. Estás completamente loco si esperas que me deje llevar por el recuerdo de unas manos, de sonatas de Bach y tardes larguísimas y ensayar hasta siempre al final para nada. No se juega con niñas de diez años. Estás loco y me turbas y tengo que contarlo a las cuatro antemeridiem para intentar regresar de esa locura.
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