noviembre 22, 2008

Vuelves, no del todo, pero vuelves, me haces sentir que vuelves. Verte ahí, con ella, veros, oírte de nuevo hablar, nombrar cenizas. Dices: "De mí queda tan solo la estructura de mis células." Y no te creo. Soy feliz de observaros. Me hace feliz observaros, me alivia, suaviza temores, me cura los ataques de tragedia. Vuelves diciendo: "Eres fuerte porque sobreviviste a campos de suicidación". Le sonrío a lo que dices. Hablas igual que haces poesía. Recuerdo tu poesía y me hace feliz que exista y ella sentada a tu lado en un sofá color granate. Ayer fue un poco volver. Fue un poco aterrizar de verdad, ahí donde lo habíamos dejado. Verlo a él, camisa roja, saberlo cerca, vivo, lleno de Borges y nombres de países. Saberlo por dentro. Mirarlas a ellas hablando sentadas, vaso en la mano, señalar una palabra en un libro, reírse juntas. Y verte a ti, ella a tu lado y tú en un sofá color granate. Veros a los dos como el uno que siempre habéis sido. Disfrutar de esa paz, llevo todo el día recordando esa paz, cerrar en el sofá los ojos, bajo la manta, y verla a ella dándote un beso en la mejilla, mirándote con ojos, con boca, con las manos mientras yo recuerdo la pintada de un muro porteño que ya no existe: "Volvé, Julio, qué te cuesta."

noviembre 19, 2008

18/XI



Cumplir, cumplir años, empezar el día, la noche, con una película francesa y recordar otros días dieciocho. Recordar, por ejemplo, a la madre entrando con una cinta vieja de Moustaki diciendo me la regaló tu padre. Tú cogiendo apuntes de instituto, vistiendo ropa de instituto y la madre emocionada con Moustaki a las 7.38 exactamente en el reloj del equipo de música. Entraba toda la luz que podía entrar por los agujeros de la persiana a medio abrir en una habitación aún cargada de ese olor que destilan los que duermen. Y la madre susurrando 17 ans con un francés perfecto. Recordar ese día dieciocho o un dieciocho muchos años atrás en el que lloras en las fotos. Ya no sabes si de verdad recuerdas ese día o lo recuerdas porque tanto lo han contado. Dos velas en lugar de tres, llorar hasta conseguir que quitaran una, que te convencieran de que el tiempo se detenía, de que dos para siempre. Y la gente: ¿Qué años tiene? Y tú: Dos. Orgullosa, con el testimonio irrefutable de las dos velas sobre la tarta, aunque tres: Sólo dos. Recordar otros días dieciocho. Por ejemplo el último dieciocho en París, paseando sus pasos, leyendo a Cortázar en un autobús oscuro, verlo a él fumar sobre la cubierta helada del barco, el frío, la tarta de manzana, el vino y los apartamentos llenos de estanterías. Cumplir un dieciocho en París y luego pasear con resaca el Sena y abrigos largos. Todo eso los días dieciocho. Recordarlo a él diciendo: Enhorabuena, todavía eres escandalosamente joven. Preguntarte qué es ser escandalosamente joven, hasta cuándo se es escandalosamente joven y el vértigo de siempre, la peur du vide, y él ayer a estas horas sobre esta misma cama explicando un agujero negro, algo sobre materia, o átomos, o elipses recorriendo el vacío. Hasta que lo echaste. Los echas, quieres decir, les pides un dieciocho a solas. Te encierras en el cuarto tras una película francesa y te pareces infinitamente niña, escribiendo a base de frases cortas y elipsis, siempre las mismas frases cortas y las mismas elipsis.


noviembre 15, 2008

La última vez que nos vimos, tus manos eran tres veces más grandes que las mías. Recuerdo la dimensión inabarcable de tus manos. La última vez que nos vimos, hace diez años, yo tenía diez años sólo y tú pertenecías a otro mundo. Recuerdo el olor de la escuela de música, el sonido de los pianos viejos, la luz de cinco en punto que entraba a través de balcones de otro siglo y en el silencio, a veces, la carcoma. Recuerdo gente que ensayaba en otras salas. Sonidos de banda de pueblo y tú tratando de hacer de mí algo más, de mis manos de niña de diez años algo más. Nunca pensé en volver a verte. Eras un personaje de infancia, de un pueblo que ya no es mi pueblo ni existe para mí más. Pero los actos - como él los llama, actos - permiten vínculos inexplicables. De repente estás y los saludas a ellos y sé que no reconocerás en mí mis propios genes, que ya no soy las mismas células. Pero ellos te preguntan si te acuerdas de mí y me tiembla la voz cuando vuelvo a ver la dimensión inabarcable de tus manos, cuando me coges por los hombros para saludarme. Huelo la escuela de música, huelo los pianos viejos y mis manos y las tuyas sobre la madera de esos pianos y el sol de cinco en punto de la tarde. El reloj de la iglesia. Lo recuerdo todo y jamás pensé que volverías, que te vería con ojos de otra cosa que ya no es la infancia. Así que después la cena, mirarnos de una mesa a la otra durante toda la noche, verte brindar en la distancia por mí, hacia mí, y encontrarme a mí misma levantando hacia ti una copa. Mucho vino después desear tus manos, solamente tus manos. Te veo moverte, mirarme de reojo, venir definitivamente a mí y decirme: Quiero leerte. Sé que escribes y quiero leerte. Me hablas de signos del zodiaco, de usar tacones, de peinarme así, y me tocas los codos o la cara. A veces, muy pocas veces, también la nuca. Al final me besas. No sé cómo te atreves ni si debería salir corriendo o pedir ayuda o decirle a ellos: Mirad lo que hacen esas manos conmigo. Pero me besas, sutil, en una esquina, un beso 'andeniado' aunque estén todos delante, aunque sea sin duda la más joven de la cena y la más alumna de la cena y tú un profesor de piano de la infancia. Me escribes despacio en un trozo del menú tu número de teléfono. Me propones músicas, que te escriba no sé qué letras, que te llame pronto, y yo no puedo más que pensar en lo inabarcable de tus manos. Había olvidado esa extensión de la infancia, ese terreno irrecuperable. Vuelvo a la mesa y alguien pregunta quién eres y ellos explican, ellos padres, ellos pacientes: Su profesor de piano. Y yo agacho la cabeza porque aún me siento arder en un andén de la boca ese beso furtivo, imperceptible. Y me noto latir en lo profundo del bolso los nueve dígitos de tu número, las letras de tu nombre. No voy a llamarte. Estás loco por besarme 'andeniado' al lado de los padres, por darme tu número, por tocarme los codos y la nuca. Estás completamente loco si esperas que me deje llevar por el recuerdo de unas manos, de sonatas de Bach y tardes larguísimas y ensayar hasta siempre al final para nada. No se juega con niñas de diez años. Estás loco y me turbas y tengo que contarlo a las cuatro antemeridiem para intentar regresar de esa locura.

noviembre 09, 2008

El síndrome de Estocolmo

En estos días que casi llueve, que casi hace frío o parece invierno, recuerdo aquel lugar como si quisiera volver. Recuerdo los días sin clase y subir andando al piso número doce. Me pongo la música que escuchaba esos días. Leo títulos de películas que vi entonces. Recuerdo con nostalgia, sin asco ahora, el color de los envases tesco value y me acuerdo de lo aterido de mis dedos sobre un manillar de bici. Me sorprende el engaño de la memoria. Me sorprende y me consuela decirme a mí misma que lo que me falta es la gente, algunos rostros, y no soy tan estúpida como para añorar ese lugar.

La azafata número 174 del auditorio y centro de congresos víctor villegas llora en lo oscuro, sentada en su silla plegable, si Ana Karenina acaba de venir de Rusia y muere en el escenario envuelta en cintas de ballet y raíles.