Monsieur C. aparca en la zona privada del aparcamiento, me abre la puerta y yo me bajo del land rover de monsieur C. con náuseas. No sé por qué aquí tan pronto la náusea. Hace calor. Recorremos el muelle. Siento que todo el mundo nos mira y se pregunta algo. A la entrada del restaurante hay un piano Pearl River que suena solo. Me parece siniestro ese movimiento de teclas inhumano. Otra vez la náusea. Una camarera joven nos pregunta, bonnesoirée, si hemos reservado mesa. M. C. dice que no, que venimos a ver al chef. Nos hacen esperar. Otro camarero se acerca y le dice a la joven que él nos acompaña, que el chef está enterado y nos recibe. Recorremos el restaurante, que está lleno a estas horas, entre saludos y reverencias de los camareros. Llegamos al despacho. El chef habla por teléfono, nos dice que esperemos con un gesto de la mano libre. Se despide, brusco, y se levanta con los brazos abiertos. M. C. y él se abrazan, se dan golpes en la espalda y el beso belga de costumbre. A mí me coge la mano, me llama madame y me la besa. Entonces levanta un trapo que cubre un bulto duro, un bulto que rompe con el equilibrio contemporáneo del despacho. Voilà ! dice, y en seguida se monta y da ridículas vueltas por el despacho subido en esa máquina. Salimos al jardín. M. C. me pregunta si quiero probarlo. Yo digo que no. Un no claro, poco nasal, muy español. Insisten. El chef, Benoît, me dice que tenga cuidado, madame, c'est dangereux. Me subo, aunque al principio me niego a moverme. Me alejo para que no me toquen, para no caer sobre ellos si llego a caer. No soporto la escena. Me bajo y entonces M. C. empieza a dar vueltas por el jardín. El chef, Benoît, no me habla, ni siquiera me mira. Se nota que las mujeres existen muy poco o casi nada para él. O que existen mucho, pero en otros aspectos, no cuando quiere enseñarle su juguete nuevo a M. C. Hay gente del otro lado del río que nos mira. Las plantas nos ocultan de los clientes que cenan en el muelle, pero los oigo y también me siento como si nos miraran. M. C. deja el segway en su sitio. Benoît lo enchufa a la luz, lo vuelve a cubrir con la sábana. Me fijo en que el restaurante está lleno de aparatos que seguro él compró con el mismo entusiasmo, que seguro que también cubrió con una sábana durante los primeros días. Sofás de relax, velas que cambian de color, el Pearl River que toca solo. Benoît le da a M. C. una tarjeta con el número del vendedor del segway. Dice: 5000 euros, oferta especial. Di que vas de mi parte. M. C. la guarda en la cartera. Salimos por la puerta del jardín. Volvemos a recorrer el muelle. En el coche, M. C. me pregunta si estoy bien. Yo le sonrío para no tener que contestar. Cruzamos el Mosa, llegamos al Sambre. Quiero bajarme ahí. M. C. vuelve a preguntarme si estoy bien, y que en qué pienso. "à la maman de Magritte", le digo. Pero creo que no me entiende o no me ha oído. Puede que en realidad no haya dicho nada. Hace calor para ser Bélgica y para ser las 7 de la tarde y para estar en la citadelle. Miro la luz que recorre el Sambre y es verdad que pienso en eso, en la madre de Magritte, y que no puedo pensar en otra cosa.
julio 18, 2009
julio 12, 2009
Aquí también hay vencejos. Después de cuatro días de lluvia incesante, de oír los aviones despegar y no encontrarlos en esa masa gris que había ahí donde debería estar el cielo, ha parado de llover. Ha sido poco a poco. En realidad no sé bien cómo ha sido. Sé que de repente un calor en la nuca, un reflejo en la pantalla, cierta alegría desconocida. Y abrir las ventanas y dejar que entre el aire con olor a mojado, a tierra mojada, a los puentes mojados, a la Meuse mojada. Y entonces ese sonido familiar, acogedor, reconocible. Ese sonido sencillo y de verano, como si aquí hubiese llegado alguna vez el verano. Los vencejos. Me gustaría explicarlo pero no sé. Sólo sé que los vencejos.
julio 10, 2009
On soupe ?
El norte está dispuesto de manera hostil. Las ciudades se alargan y aquí da igual que te mojes bajo la lluvia y se te arrugue el plano y acabes en el fin de todo en lugar de en la estación central. La boca, la lengua tan torpe, apenas pronunciando palabras que en otro tiempo supiste pronunciar. Y a lo mejor no es hostil, a lo mejor no es todo esto, es sólo tu torpeza, tu acabar de llegar, tu timidez. En realidad puede que la gente te sonría, que alguien te mire a los ojos al cruzar el Pont de l'Eveche, que el beso en la mejilla que te dio ayer la cónsul tuviera toda la fuerza que ella quiso ponerle. No sé. Entonces te rindes y aparecen señales. Frente a ti, también en el centro justo de la lluvia, un cartel de cine en el que lees Inland Empire. Apuntas la dirección del cine (qué importa si Lynch, si tantas veces temer a Lynch, no entender a Lynch, si ahora Inland Empire se convierte en el único vínculo, en la única realidad reconocible). Recorres metros y llueve, pero no te molesta esta lluvia. Lo encuentras y está desierto, vacío, y en la puerta escrito a mano: Cerrado hasta octubre. Te das cuenta de que has venido a una ciudad en vacaciones. Puede que todo esté cerrado hasta octubre, hasta el día justo de tu marcha. Y ahí ya sí te rindes un poco. No te rindes, descansas. Te vuelves a casa por el camino más corto, bordeas la citadelle sin mirarla, te molesta el frío en el pecho y la lluvia en los pies. Y entonces que llamen a la puerta, tú con el cepillo de dientes en la mano, confundida, equivocada de idioma, y que sea él, padre, recién llegado del trabajo, él que recoge a los hijos de actividades de agua, él que acampa en los fiordos noruegos y compra libros persas y ahora viene y te dice: On soupe ? Y basta así, basta con eso, con la sílaba átona de su interrogación, te basta.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)