enero 29, 2010

Han pasado ya veinte de las setenta noches de distancia. Los días han perdido la línea divisoria del sueño. Cada vez amanece unos minutos antes y agradeces sentir en las horas de coche el giro leve de la Tierra. A veces, temprano en las aulas mal iluminadas de un pueblo, sientes la campana de Plath agitarse por encima de ti, como si fuera a caer y dejarte dentro, respirar por los ojos, buscar el aire a movimientos de pez. Entonces es fácil tratar de volver a la madre, buscarla en los pasillos y en el olor a plancha caliente y el gesto amplio de doblar unas sábanas. Decir que vienes con la fiebre y el frío de la calle y sentarte de día, los pies contra la estufa, y repetir como un mantra en idiomas que no conoce (la madre no conoce) que este invierno está lloviendo siempre. Dormirte ahí, saber que duermes sólo porque se van alejando los sonidos de fuera y sientes sin embargo el latir cálido de los órganos internos. Por primera vez en tantas noches el único verdadero sueño profundo con los pies en la estufa y de fondo cayendo lentamente los ruidos de la casa, el olor de la casa, la melodía conocida de los instrumentos de la casa.

1 comentario:

Unknown dijo...

Gusta de vez en cuando entrar en internet y leer algo realmente escrito con sentimientos, algo inspirador.