Llevamos casi meses sin vernos. Me pregunto a veces por ti aunque no te llame nunca. Ada, tú representas todo el mundo exterior. Y el íntimo. Y el propio. No sé si te has fijado en cómo este invierno no se parece a ningún otro invierno. No a los inviernos del sur. Este invierno recuerda los tejados en Londres. Esa lluvia invisible que no cae pero empapa, olvidarse los guantes en una silla del consulado, los avisos de tormenta, las noches del viento, las tardes de viento, pero sobre todo las noches de viento. No sé si tú te acuerdas de esas noches contadas en la libreta azul. Hoy ha vuelto de golpe la fuerza de esos días sólo por un olor. Un tarrito de aceites esenciales guardado en una caja de zapatos de hombre. Ha sido estar ahí y al volver ver que de golpe hay quien duda de todo, ya no cree. Ellos mientras tanto se mueven por la casa. La barren, la perfuman, la llenan de pan y de periódicos. Agradezco el sonido de pasos del pasillo. Agradezco la luz debajo de las puertas. Por eso te escribo, Ada, en representación de todo lo que no hay aquí dentro pero está, de toda la vida que se está moviendo fuera. Por ejemplo, ella acercándose con una taza en la mano para contarme que ha soñado con una nave espacial. O él en la cocina cerca de la ventana sirviéndose un vaso de agua al trasluz. De repente alguien habla del calor de los cuerpos. Te escribo, Ada, también porque eres tú el símbolo preciso de ese calor y de todos los sitios en los que no estamos.
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