El veintisiete era otra de esas fechas que nunca van a llegar. No sé qué hacer con las sábanas. Le pregunto a él y me dice que las tire o que las queme. Hay eco en el cuarto, un eco de pared vacía, de toda la ropa en cajas de treinta por treinta por treinta, de una váscula color azul. Desde la cocina me llega el olor a arepas. Ya las últimas. Hay un silencio nuevo en el pasillo. A veces alguien llora un poco, sin mucho ruido. Es un llanto casi dulce, un llanto esperado, un llanto de día veintisiete de junio, Stansted Airport, de vuelo a las siete de la tarde. Nadie habla. Y es distinto esta vez a los países que nos separaron entonces. Ya no es Escocia, ni Francia, ni Suiza, ni Alemania otra vez. Ahora es distinto. Ni siquiera le he dejado decir adiós, le he tapado la boca, le he dicho que no muchas veces con la cabeza. No sé por qué no lo he dejado decir adiós, si es verdad que adiós, no sé por qué no lo dejé marcharse entre sueños, como él quería, en una huida silenciosa de amanecida y cuatro de la mañana. Y en lugar de eso hoy, el eco del cuarto, la cama desnuda, el olor a comida atlántica y taparle la boca cuando iba a decir, sé que iba a decir, adiós.
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