Más que el viento es el ruido, la constancia del ruido. Y las cartas sin dueño que hay repartidas por todas las calles, los papeles de colores que anuncian algo, las vasijas de barro rotas, los carteles de se vende planeando los balcones, la tierra removida, repartida en las entradas de todos los edificios. Y unas bragas rojas y un calcetín marrón en la puerta de los supermercados, y los mendigos sacudiéndose el polvo de la cara, y todo el mundo quitándose algo que se le ha metido en el ojo. Los abrigos inflándose de aire, caminar haciendo fuerza con los brazos, que se arruguen en la mano los exactamente cuatro documentos fechados y firmados que hay que entregar en el registro general un sábado por la mañana para que. Pero es sobre todo el ruido, la ropa interior en los semáforos y el ruido. Deberíamos por eso permanecer en silencio, hacer la compra en silencio, cruzar las calles en silencio para acabar con el ruido por compensación. Pero no. No nos callamos nunca. Hay siempre señoras en una cola hablando de la caspa de su hija, cajeros que no saben dónde está Europa, que te preguntan, te dicen "oye, tú eres de fuera", y mucho ruido en las calles, en los toldos descolgados, en la ropa perdida, abandonada y enganchada en la valla de un colegio, en todas partes y otra vez un exceso de ruido.
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