Estamos solos en la cubierta 10, cada uno inclinado sobre su porción de barandilla. De fondo el perfil redondeado de la ciudad. Nos miramos a ratos, somos tímidos bajo las gafas de sol. Me pregunto tu edad y te veo entre las manos poemas de Salinas. Se me mueve algo por dentro. "Entre cincuenta y sesenta", pienso. Al rato te acercas un poco, sonríes un poco, y sin hablar comprendo que compartimos la misma impresión sobre este sitio, sobre este barco, la idea de crucero, las cortinas de los camarotes y las salas de espectáculos. Te sonrío también yo y bajo la escalera. Se oyen las campanas de una iglesia ortodoxa y gaviotas conforme nos alejamos del puerto. No me olvido de ti ya en toda la tarde y leo yo también a tus poetas, seguro que tus poetas, como antídoto a la fealdad de un jacuzzi, las colas del buffet, el altavoz comunicando en tres idiomas que la Santa Misa será oficiada por el padre Parra a las 7 en punto de la tarde en el salón Broadway. Por la noche te encuentro en el comedor, en la mesa de al lado, y nos sonreímos, otra vez, aunque ahora ya de otra manera, ahora ya casi solamente con los ojos. Yo te miro cenar desde mi mesa de ruido, llena de estudiantes y cerveza. Tú desde la tuya, frente a una esposa que no habla y te mira distante, cargada de joyas y de pieles. Y me pregunto qué nos lleva siempre o casi siempre a agruparnos así, de esta forma sencilla y equivocada.
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