Me pides que te explique la casa y está mal que me pidas eso. Yo creo que la casa nuestra ya no existe más ni existió nunca o si existió fue tan solo a ratos en los que la creí posible. Yo creo que la casa soy yo (porque tú no venías y me decías a veces: Perdona, pero yo no sé aparecer). En la primera casa yo te esperaba y no llegabas nunca. La primera casa estaba hecha de fiebre y los lugares se llamaban: Uno (o llegar a la casa). Cinco (o buscarte en el hambre). Seis (o los días sin número). Así iba creciendo la casa sin que estuvieras dentro. En realidad nunca estuviste y por eso siempre se repetía en las paredes:
Y me abandonas, cómo de fuerte me abandonas, me abandonas con la misma fuerza con la que yo te espero y sé, cada vez sé mejor, que ya no vas a venir.
Y me abandonas, cómo de fuerte me abandonas, me abandonas con la misma fuerza con la que yo te espero y sé, cada vez sé mejor, que ya no vas a venir.
Había muchas cosas escritas con barro o ceniza en las paredes. Ahora no puedo decirte todo lo que había escrito. La otra casa era distinta. Una casa en el norte y sin lluvia, al menos sin esa lluvia interior. Tenía menos que ver conmigo y nada que ver contigo. En realidad era completamente él, Ανδρέας (quiero decir que él o el primer hombre). Era hablar de sus manos construyendo la casa y de cómo no llovía y de lo hermosa que habría sido para engendrar y empezar de nuevo la especie. Algo así. Creo que no era más que mi fascinación por sus manos y la brevedad de sus manos. Y eso no tiene nada que ver contigo ni con la fiebre ni la lluvia. En realidad tú nunca nadaste en línea recta desde el Atlántico ni sé si alguna vez de verdad quisiste que existiera la casa.