Después de meses de prohibirme nombrar tu nombre, te nombran, te nombramos en una barra. Me detengo en tus vocales. Pienso: Lo estoy nombrando, lo he vuelto a nombrar. Y temo empezar de cero, volver a esas noches de olor a moqueta y saberte arriba, metros más arriba y tachar tu nombre de todas las cartas que lo llevaban dentro. Vuelvo a esas noches eternas en que parecía verano a pesar del frío y se llenaba la habitación de gente y humo y escuchábamos a Janis Joplin y tú decías que era música de padres, de otra generación, querías decir, y yo te convencía de que eso no es malo y a ratos te notaba un interés nuevo en mirarme fumar mientras tú nada, mientras tú zumos y jugar con un hilo de mis sábanas. Luego se iban, todos menos tú se iban y recuerdo el olor a moqueta y tus zapatos debajo del escritorio. Recuerdo la tormenta, también, tu cuerpo a contraluz en la tormenta, la tormenta más grande del mundo. Te recuerdo diciendo: No te levantes. Y tratando de entender si esa luz roja y vibrante que nos alumbraba las caras y tu cuerpo de perfil era de fuego o de ese trueno brutal que rompió los cristales de la torre. Te recuerdo ahí en la tormenta y pensé todo eso después de nombrarte. Pensé también el día en que parecía que ya no ibas a llegar más, el día en que viniste pocas horas antes del avión, distinto, cambiado, diciendo: No me gusta que haya que despedirse. Y no nos despedimos. Te tapé la boca en el instante en que ibas a pronunciarlo todo, a hacer real mi marcha. Luego la superstición de no nombrarte, la creencia de que lo que no se nombra no existe y así tú cada vez más lejos, yo creyendo que cada vez más lejos hasta que alguien anoche y en un barra: Cómo está más tu nombre. No teníamos que haber hablado de ti, yo no tenía que haberme detenido en tus vocales, pero lo hice. Y te hiciste, de repente, carne. Fue en el siguiente bar. De espaldas era exactamente tú. De frente era más joven y exactamente tú salvo pequeñas diferencias en los ojos y los alrededores de la boca. Me acerqué porque tenía que acercarme, porque esa presencia rubia y despeinada, de camisa de cuadros y los zapatos iguales a los de debajo del escritorio estaba directamente relacionada con que yo hubiera nombrado tu nombre. Me acerqué a contárselo. Me dijo: ¿Eres extranjera? No sé por qué. No sé si porque no entendió, si porque pensó que otro idioma, pero yo le expliqué que él existía nada más que para estar ahí en ese instante porque yo había nombrado al ser casi igual que vive al otro lado de la tierra. No se ofendió porque no entendió nada. Horas después bebíamos de lo mismo y fumábamos de lo mismo y me dijo: Te llevo en coche a casa. Y lo miré en la luz y aún en la luz era exactamente igual salvo pequeñas diferencias que parecían imperfecciones, y aún cuando nos vieron juntos salir a por tu coche (quiero decir, el suyo) ellos me dijeron: ¿Es él? ¿Ha vuelto él? Y yo reí nostálgica y les dije: Es casi él. Pero hablaba y no eras tú. Y tenía coche y bebía y fumaba en lugar de jugar con un hilo o investigar con verdadera angustia sobre bacterias estomacales o tumbarse en el lago con la cabeza en mis muslos y jugar con una uva en la boca. No eras. Aún así probé de nuevo, de camino a su coche, y te volví a nombrar. Me detuve en tus vocales otra vez y él me miró ofendido. "Perdona, yo no soy más tu nombre. Te confundes." Y sin decirle nada y no sé cómo otro camino y poco a poco y en silencio desaparecer antes de llegar al coche y la casa y lo irreparable.