marzo 07, 2009

Retrato

Me ha llegado el recuerdo a través de un olor. El olor a marisco subiendo por el patio de luces. He recordado aquella casa sin exteriores, aquella casa con ventanas a sí misma, que desembocaba en sí misma. La recuerdo circular, aunque no había nada más cuadrado, más diagonal y laberíntico. Y recuerdo el olor a marisco subiendo del patio interior al que daban todas sus ventanas, las fotos en blanco y negro de gente que no conocí colgando de todas las paredes. Hombres vestidos de militar y un Jesucristo de corazón sangrante rodeado de velas. Había una silla pequeña y de madera que llevaba mi nombre, que alguien pintó y barnizó y que fue para mí. Recuerdo el daño que me hacían en los muslos los clavos de aquella silla, las astillas de la madera, y que siempre se me rompían los leotardos al levantarme. Nunca hablaba en la casa oscura. Jamás. Me fascinaba esa oscuridad perenne, el uso constante de la luz artificial, el pitido insoportable que hacía su aparato para oír cuando se acoplaba y sus manos regulando algo diminuto de la oreja. Sus manos eran jóvenes, más o menos jóvenes. Recuerdo el exceso de sal siempre en la comida. Ella sin sentido del gusto ni olfato, desde niña, un accidente, y desde entonces sus comidas siempre una aglomeración de sal. Recuerdo la necesidad con la que bebía agua y a mi madre diciendo: Cuando no quieras más, no comas. Y yo callada en la silla diminuta de madera, sabiendo que al levantarme volverían a engancharse ahí los leotardos. Antes de comer, mientras olía a marisco que no era nuestro (nuestro era el atún, las aceitunas, las patatas fritas caseras) había siempre en la tele ruido de motos. Recuerdo en especial la voz de un comentarista y ese estruendo de motores rodeando la casa, la oscuridad de la casa. El ruido llegaba hasta la habitación de un señor conectado a una máquina de respirar. Me llevaban allí, alguien me tomaba en brazos para que lo besara y luego llegábamos al salón por pasillos oscuros y otra vez al sonido de motos. Después llegaba el postre, casi siempre unas natillas sin gracia ni azúcar, que yo me comía muy despacio mientras se me olvidaba un poco tragar, el ritmo natural de los alimentos y su recorrido en mi boca. Ella decía: "Las he hecho por ti." Y yo me las comía despacio sentada en la silla pequeña. Entonces en la tele, en un canal autonómico, una película del oeste que sólo él seguía y que a mí me ponía triste, no sé por qué esas películas del oeste me hacían llorar y me concentraba en otra cosa que no fuera el sonido de tiros ni aquellas voces de doblaje. Luego alguien insistía en que me quedara, decían que había muñecas y trajes de novia en un baúl, pero yo siempre decía que no con la cabeza y me iba tocando el muslo diminuto a través del agujero pequeño y nuevo en los leotardos. Recuerdo esos sonidos, me ha llegado todo ese ruido a través de un olor. Entonces he recordado sus manos ajustando el volumen de aquel aparato de oír, aquel pitido. La última vez que vi sus manos estaban muy quietas, más pequeñas, hechas de una carne que ya no parece la suya. Me resultó imposible que recorrieran ahora solas toda esa distancia entre el colchón y su oído. Y me miró como me miraba aquel hombre conectado a máquinas de respirar.

1 comentario:

La paciente nº 24 dijo...

Llego siempre sin palabras o me quedo sin ellas al leerte, pero en esas palabras mudas hay acepciones diferentes que coloco en tu gigante diccionario, donde siempre aparece la palabra ternura significándose (m.), no del masculino –que es muy femenina- sino de su (tu) etimología; increíble.

Permíteme que me levante y te ovacione. ¡Vaya texto!

La paciente nº24