La maleta destripada sobre la cama. Aún quedan prendas fuera, colgando de sus paredes, no sabes muy bien si llevarlas, si dejarlas. De repente todo te parece necesario, incluso cosas que no usas aquí. Decides hacerte una tila y tomarla mientras escuchas música boca arriba. Tiempo para pensar. No necesitas casi nada. Entonces temes encontrarte sola, encontrarte lejos, encontrarte mal. Y te da ese retortijón de viaje, de siempre. Dudas de tu capacidad de conocer gente, dudas de ti y temes que tu estilo, que tu ropa, tus libros... Libros, muchos libros, muchos más de los que te daría tiempo a leer aunque estuvieras en casa sin hacer nada. Pero es necesario. Como la música. Nunca se sabe lo que puede apetecerle a uno cuando está lejos. Y eso que sabes que los libros en albergues, en sitios así, viajes así, se abandonan por una charla con desconocidos o un paseo por la ciudad que aún no has visitado. Lo sabes, pero aún así los tratas de meter a presión y te da vergüenza llevar una maleta muy grande. Zapatos. Qué importantes los zapatos. Hay días en los que no apetece enseñar el pie. Hay otros en los que te encantaría ir descalza y lo más parecido a eso son las sandalias de cuero, casi piel, casi descalza. No sabes qué va a apetecerte. Y tienes que elegir, y te duele un poco la cabeza, por todo lo de anoche, y el espacio se te va haciendo pequeño. Así que ahora, la maleta destripada sobre la cama. Cuelgan algunas prendas que no sabes si, no sabes bien... El suelo lleno de zapatos entre los que hay que elegir, los CD's repartidos sobre mesas y demás muebles. Una moneda de cincuenta peniques que te habla de otro mes, otro viaje. Entonces sabes que en realidad no hace falta nada, casi nada. Paseo de agosto, paseo de noche y la maleta abierta sobre mis sábanas (mañana la acabo, aún quedan unas horas, mañana por la mañana, en un ratito). Ya la quitaré al venir.
agosto 15, 2006
agosto 10, 2006
Chica busca piso
Porque la casa tiene que ser amarilla, tiene que ser una casa. Amarilla por dentro, de luz amarilla, quieres decir, quiero decir. Sí, y las ventanas importan, claro que importan, porque fuera a veces tendrá que haber poca luz, para que vibre todo lo de dentro, sin encender las bombillas. Poca luz, esa luz azul, lila, no sé de qué color llamarla. Esa luz. Y es importante, claro que es lo más importante la ventana. El piano quizá no quepa. No importa. Es necesario que haya lámparas de pie. Lámparas por todas partes, con campanas tupidas. Lámparas que den la luz que necesitas. A veces no ver nada, a veces ver. Y un salón de esos que cuando veo desde el césped de algún parque, añoro. Uno de esos salones en los que nunca he estado, porque desde dentro ya no son lo mismo. Sólo los he visto desde otros lugares, desde mi cabeza, pero sé decir muy bien cómo son, o cómo imagino que son. Tienen el suelo caliente, aunque tengas los pies fríos (siempre los pies fríos...). Moqueta, o alguna de esas cosas de suelos que hacen que no duela la lluvia en casa. Las paredes del color más necesario, del color que más importe. Una vez probé el azul. Cuánto azul. Me ahogaba después, después del olor a pintura y tantos sueños de mar, me ahogaba el azul. Quizá ahora es el amarillo. El color ha de ser el necesario. Lo marrón es también importante. Y cómo las cortinas dejan, no dejan entrar la luz. Porque cortinas, claro, esta vez, cortinas. La otra vez eran niños de parque, justo enfrente. Ahora eso es secundario, no espero mirar tanto la calle. Y necesitamos un balcón, claro. Porque a veces es tan necesario uno de esos cigarros para los que no fumamos... Una de esas botellas que sujetamos un poco torpes, por las anteriores, con una mano mientras con la otra marcas el ritmo en la barandilla de la melodía que susurras. Ese es el balcón. A veces con gente, a veces solo. Es importante el balcón. Se te mezclan los tiempos, las personas, y es que es verdad, que te ha hecho ilusión, es verdad. Por eso tienes miedo, miedo a marcar el número de la casa amarilla, la casa, y que te digan que lo sienten, otra vez. Esta vez de verdad deseas que haya hueco para ti. De verdad quieres. Por eso tienes miedo y no quieres hacerte ilusiones, pensar en salones y luces verdes, o de colores que aún no conoces, tardes distintas. No quieres, pero reconoce que esta vez
estás ilusionada.
estás ilusionada.
Y otra película de Woody Allen de fondo, de frente, y tú y tú sentados en el sofá, con la cabeza llena de otras tristezas y un ardor de estómago que echa de menos un poco de vino. Tiene que quedar algo bajo todo el polvo que cubre el salón. Hay días que no dejan ni rastro, y aunque ahora tengas ese puño agrio que quiere ser medio arcada, medio silencio de una vez, aunque ahora esa medio náusea de dos de la mañana, aunque... Ahora.
agosto 08, 2006
Feliz cumpleaños (o How I wish...)
No voy a decírtelo. Sabemos que existen algunas llamadas prohibidas. No voy a decírtelo, pero feliz cumpleaños. Te imagino en tu cuarto pequeño y amarillo. No puedo llamarte. Ni una postal, ni una de esas, nuestras cartas. No puedo. Y lo sabemos. Tus cuatro paredes y una botella de vodka, quizá. En Inglaterra no querían venderme alcohol. Será que tienes razón y soy pequeña. Hoy como nunca. He puesto el último CD que hiciste para mí. En realidad no buscaba más que a Pink Floyd, pero me topé con tantas tardes en una sola pista que he tenido que escucharlo despacio. En realidad, te imagino llorando. Pero no hablemos ahora de eso. No hablemos. Ya no se puede. Tiene que ser extraño cumplir los veintiuno hoy (imagino, desde mis dieciocho). Tiene que serlo, supongo, pero no hablemos de todo eso. Sólo quería decirte feliz cumpleaños y que puse el CD y tu letra verde (Música ya no tan cíclica) y mejor no hablamos ahora, aquí, de lo que ha venido después. Tú ya me entiendes, aunque no me leas. Me escuchas, me adivinas. Rien de rien. Sólo quería decirte, sin nada más, que ojalá tengas de verdad un feliz cumpleaños. Y que no llores por el año en el Líbano, por los planes de almohada, por todo lo que ya hemos llorado.
agosto 06, 2006
Esto no me gusta
Cómo no enfadarme, Louis, como quiera que te llames, como quiera que te escribas, cómo no voy a enfadarme si juré mil veces que esto no era para mí. Publicar frases de playa, publicarme desnuda en mi escritorio en un sitio sin lugar, en este espacio de todos. Esto no era para mí. Es sólo que quería que me buscaras, que quiero que me encuentres. Inglaterra está más lejos cada vez y sueño con aviones que dan a luz cucarachas. Volví de Eastbourne sin saber pronunciar su nombre (ni el tuyo). Louis y su español de traductor automático, su acento de francés ya lejos de Francia, de Inglaterra entre los dos, que nada teníamos que ver con esos cielos. Te marchaste y cuando me dejaste en el jardín se me quedó tu nombre en la garganta sin atreverme a gritarlo. Y quizá fue porque soplé a una de esas semillas que vuelan en el jardín de casa, soplé y le pedí tu nombre una vez más, sólo para poder sacarme el grito del que te hablo. Y lo saqué, lo saqué en el centro comercial, el día que salía con las bolsitas de té en la mano y tú cruzabas rápido, con el mismo libro que aquella tormenta, perdón, tarde de playa. Te grité y apenas te detuve, unos segundos, nada más. Dudo que tú recordaras el mío (mi nombre, digo). Sé que de no haber tenido mi edad todo habría sido distinto. Sé de cómo temías intimidarnos a mi cuerpo y a mí acompañándome por las calles llenas de adosados. Sé de cómo aceptaste mi paraguas sin sospechar si quiera que podía tener dieciocho años. Luego me lo dijiste. Cuando lloras pareces más vieja. Y yo decía una y otra vez que quería sentirme joven con la cerveza en la mano, mirando tu vino y tu tabaco de liar. En ese bar, ese bar de ingleses muy ingleses, que se gritaban con dientes podridos y escuchaban lo mismo a Madonna que una de esas canciones que todos hemos oído alguna vez, tormenta de fondo y una tal Dido diciendo algo que yo entendí como: It's not so bad. Quizá me lo inventé, pero me repetí entre dientes camino al baño: It's not so bad, not so bad. No tengo buen oído si estoy pensando en otra cosa, y sólo pensaba en ti en cada uno de mis viajes al aseo. Toilet. Ladies. Un anuncio anti tabaco. Anti fumadores, firmado por los fumadores pasivos. Me miraba en el espejo y me veía los ojos hinchados de ese llanto de playa, el llanto del que me sacaste, yo poniéndome de puntillas para ofrecerte mi paraguas. No sé si eras tan alto o que contigo fui más pequeña. Ni siquiera fui capaz de calcular tu edad. Te llamabas viejo sin parar, supongo que por mis dieciocho, y a mí a veces me parecías un padre y otras quería dormir contigo. Cómo pude pasar todas esas horas delante de ti sin pedirte, preguntarte nada. Y tú entonces lo supiste todo. Y decías: Tienes un problema. Y yo me reía aunque estuviera triste, me reía porque tú querías hacerme reír. Y me hacía gracia oírte nombrar Murcia y algunos lugares a los que no quería volver. No recordabas la palabra piedra y la repetiste tantas veces que yo cada vez me reía más de verdad. Louis repitiendo como un niño piedra tras piedra a la orilla de la playa. Y veníamos de mucho más allá del muelle. Soñé esa noche que tenías esposa e hija, siempre hija, y al día siguiente perdí lo poco que me quedaba de realidad. Ya no supe nada. Por suerte pude verte otra vez para afirmarme que era cierto. Ahora pienso en ti cuando toco a Satie o cuando veo una de esas semillas que vuelan, o cuando hablan de mi libro y yo trato de encontrarte sabiendo que ahora es imposible, porque te estoy buscando. Si algún día apareces, será que nos hemos cruzado en alguna playa, será que hay tormenta y mientras todos están en casa tú y yo andamos tímidos mojándonos los pies en la orilla, a pesar de los truenos, a pesar de la lluvia. Si es que volvemos a encontrarnos.
Te pensé aquella noche después de alguna droga sin efecto, mientras comprendía en un descampado lleno de paja que a veces no hacen falta sitios para un reencuentro. Que quizá esa noche, a esas horas, tú una hora menos, si no te has ido ya, una hora menos, me estabas pensando. Yo lo hice. Y pensé que quizá en ese instante se te estaría cayendo un libro entre los dedos y de repente alguna luz, algún olor, alguna niña perdida en la playa te haría recordarme, quizá sin nombre, quizá no lo entendiste cuando te lo silabeé. Ma-ri-sa. Marisa, sí. Yo apenas logro descifrar el tuyo. Louis. ¿Louis? Y me hace gracia aquello de Cortázar y los movimientos brownoideos. Me hace gracia, y vergüenza, a veces, tanto romanticismo de arena y gaviotas. Espero que sepas perdonarlo. Sólo era para decirte que publicaron el libro, y que te mentí. Asonancias era como yo quería llamarlo. Pero no, al final quedó en Relatos, sólo Relatos, miles de libros llamados Relatos. Sin embargo, contigo quería que se llamara como quise llamarlo. Asonancias. Sólo era para decirte que te mentí. Y al día siguiente me dio vergüenza, igual que me dio vergüenza dejarte ir a la estación, por segunda vez, sin pedirte un número, un buzón, cualquier cosa que confirmara tu existencia cuando dejara de ser tan nítido el recuerdo. Y ya está dejando de serlo. Y eso que hace una semana, apenas. Una semana y cuánta agua nos cubre, de repente, los kilómetros.
Te pensé aquella noche después de alguna droga sin efecto, mientras comprendía en un descampado lleno de paja que a veces no hacen falta sitios para un reencuentro. Que quizá esa noche, a esas horas, tú una hora menos, si no te has ido ya, una hora menos, me estabas pensando. Yo lo hice. Y pensé que quizá en ese instante se te estaría cayendo un libro entre los dedos y de repente alguna luz, algún olor, alguna niña perdida en la playa te haría recordarme, quizá sin nombre, quizá no lo entendiste cuando te lo silabeé. Ma-ri-sa. Marisa, sí. Yo apenas logro descifrar el tuyo. Louis. ¿Louis? Y me hace gracia aquello de Cortázar y los movimientos brownoideos. Me hace gracia, y vergüenza, a veces, tanto romanticismo de arena y gaviotas. Espero que sepas perdonarlo. Sólo era para decirte que publicaron el libro, y que te mentí. Asonancias era como yo quería llamarlo. Pero no, al final quedó en Relatos, sólo Relatos, miles de libros llamados Relatos. Sin embargo, contigo quería que se llamara como quise llamarlo. Asonancias. Sólo era para decirte que te mentí. Y al día siguiente me dio vergüenza, igual que me dio vergüenza dejarte ir a la estación, por segunda vez, sin pedirte un número, un buzón, cualquier cosa que confirmara tu existencia cuando dejara de ser tan nítido el recuerdo. Y ya está dejando de serlo. Y eso que hace una semana, apenas. Una semana y cuánta agua nos cubre, de repente, los kilómetros.
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