Una cosa estaba clara: Bizarro y Ojoespagueti (¿?) me querían matar. Al principio, yo llegaba con una maleta e inseguridad de pueblerina a calles enormes de Madrid. Seguía instrucciones que había aprendido de memoria y repetía ayudándome de los dedos. Llegaba a la terraza de una heladería. Ahí estaba él, irremediablemente atractivo y con una pistola en la mano, amenazando a los transeúntes. Educadamente, pedí paso y me dejaron avanzar, hasta que me vi envuelta en aquel ir y venir de caras pasmadas y tanto silencio. Decidí volver por el mismo camino y tampoco él, hermoso, amenazante, me ponía trabas. Creo que lo último que vi fue una familia de pie, en fila y con los brazos levantados. Me metí en la calle perpendicular a la del jaleo, ya no sé si por miedo o por intuición (me oriento tan mal en las grandes ciudades…) y vi las lucecitas del hotel que me esperaba. Seguí a un chico con muletas, también hermoso y pálido, no sé por qué tan pálido, con camiseta verde y prisa al andar, o al balancearse sobre sus brazos de hierro. Subimos juntos en el ascensor y a mí de repente me pesó la maleta. El botones nos ayudó y me dijo que nos habíamos equivocado con el color. ¿No es el verde? Le pregunté al cojo. No… Yo también me he equivocado, pero no importa, ellos son suficientes. Y era cierto. Una masa de jerseis, abrigos, pantalones rojos en todos los pasillos. Aquello no parecía un hotel, más bien una mansión de habitaciones comunicadas por espejos y llena de teléfonos verdes, de otro tiempo. Yo decidí llamar a alguien para explicarle cómo era aquello, una vez que me deshice de la maleta (siempre son un estorbo) y llamé a Alba, tan de lejos, su imagen nítida, y le conté lo del atraco y que todo estaba lleno de espejos, y probablemente de cámaras, y que todo estaba lleno de teléfonos y probablemente de… Temblé de miedo, colgué y decidí que no quería seguir allí. Todos intentaron detenerme, más con gestos inexpresivos que trataban de decirme algo que con las palabras. La kinésica servía de poco (aunque todos hubiéramos estado leyendo el estudio de Poyatos). La masa roja (algunos verdes) se balanceaba sobre muletas con una palidez extrema y me avisaba de que no… De repente el botones me estaba mirando, enorme, como si hubiera crecido, y con una chaqueta azul de botones dorados. Ya no sé ni cómo, pero logré escapar. Lo siguiente fue yo sentada en la cámara frigorífica de un bar (que parecía más una cantina de colegio) con una camarera mayor, compasiva, que me miraba con lástima mientras yo me atiborraba a pipas para pasar los nervios. En la terraza estaban él, Bizarro y Ojoespagueti. Se les veía muy bien desde la ventana. O ya no sé si eran sólo dos, pero sé que el hombre hermoso del atraco, estaba, y los nombres de los otros dos me asaltaban desde la memoria, y lo vi todo tan claro que me tumbé sobre la cámara, noté el frío en los huesos y me dio un vuelco como de náusea. Busqué la papelera en el suelo, dando golpes ciegos con la mano, tratando más de que no me vieran que de no vomitar. Una mirada rápida a la barra y mi camarera vieja, un poco arrugada alrededor de los ojos, sonriéndome con pena, como pensando que ya no tenía modo de escapar de aquello. No sé si del vómito o de la mafia. Alcancé el cubo de basura, por fin, y me deshice sobre él en una masa anaranjada que me quemaba al pasar por la garganta y me supo la boca entera a bilis, o a pipas. Supongo que por curiosidad quise seguir soñando, pero una vez que te despiertas ya no es fácil seguir donde lo dejaste.
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