Éramos tres: él, el niño y yo. Seguramente ese niño era un niño que no existe, pero con la claridad que dan los sueños supe que se trataba de su hermano, o un casi hijo. Yo lo llevaba de la mano (al niño) y caminábamos siempre a la orilla de una carretera con un cielo tan oscuro que entre edificio y edificio apenas nos dábamos cuenta del mar. Yo lo sabía, como se saben otras cosas mientras se sueña, pero no porque lo viéramos. Buscábamos mi casa, es verdad. No sé si me perdía porque quería seguir andando con el niño al lado, con ellos dos al lado, o porque de verdad no recordaba dónde vivo. Desde luego, en un sitio con playa, no. Luego llegó todo el mundo, se llenaron las calles, y el niño y yo nos metimos a una tienda de olor a incienso mientras él se perdía en las calles llenas de gente. Nos preocupábamos por él, pero entonces, para que no tuviera miedo, cogí al pequeño en brazos y noté su respiración caliente, de bebé asustado, en mi cuello. Me dio esa ternura que produce ganas de llorar. Me moví despacio para que no temiera. Empecé a mover un poco la cadera, sin despegar los pies del suelo, y enseguida me vi haciendo círculos en un espejo en el que no se veía más allá de mi cintura. Sólo una falda verde, de pana, ceñida a mis muslos y caderas, y yo hechizada por el movimiento de mi propio cuerpo enmarcado en el espejo rojo. Cuando salí de mí, de la tienda, estaban todos mirándonos: al niño y a mí. Les grité, me enfadé con ellos y seguimos buscándolo a él. Ya no recuerdo mucho más. Quizá otra vez su cuello de bebé descansando sobre mi hombro. Quizá otra vez notarlo respirar, ya no lo sé. Sé que lo buscábamos a él porque en sueños casi siempre estoy huyendo. O buscando.
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