diciembre 10, 2006



Es cierto que venir aquí me pone, a menudo, un poco triste. Me pasa siempre que vengo y siempre es demasiadas veces. Pasa que a veces estamos juntos, juntas, y noto que todo está a la fuerza. Que compartimos, algunas, una infancia, y después borracheras, humos de bar y estas calles de pueblo. Pero este pueblo es dos. Es festival de jazz y obra de teatro, y a veces calles llenas, y casas con calefacción y olor a ropa limpia. Y luego este pueblo es sábado y todo plagado de perfumes de sábado, de ropas de sábado que ninguna de las que lucen piernas y escote a bajo cero habrá comprado a menos de treinta kilómetros de aquí, tan poca ropa aunque este frío. Y nosotras bebiendo en los mismos parques de aquellas noches, y todas lejos, me pasa a veces, siempre que estamos juntas. Y hoy yo miraba la pizza medio con hambre, medio con asco. Me preocupaba de hacerle gestos a la camarera para que acertara con el momento de la tarta, y las chicas del cumpleaños y su sorpresa y cómo yo miraba el plato y a veces vuestras caras, ya un poco rojas por el vino - ¿hoy no bebes? no, no tengo ganas - y luego la calle, y miraros los pies y no reconocer vuestros zapatos viejos, y quedarme un poco atrás y que alguna preguntara dónde he estado este tiempo, y luego no sé de qué hablábamos, tal vez de viajes, no recuerdo, pero ya no he podido más y he hecho algo que no había hecho nunca antes - supongo que porque normalmente estás tú, está ella, trozo de infancia mía, suya, que ayudas tanto a que me ría de todo esto, a que finjamos que cantamos blues con caras de gato o a improvisar noches cualquier lunes en mitad de algunas huertas con lobos, o lo que creíamos que eran lobos, carricoches y cerveza. Pero hoy tú en Cádiz y cuánto lo noto. Hacía tiempo que no estaba aquí sin ti. Y cuánto lo he notado hoy... Cuánto lo noto. Entonces ha sido la huida. Ha sido sacarme unas monedas del bolso y decir que iba a hacer una llamada. Quedarme algunos minutos delante de la cabina y ensayar, sin monedas, un par de veces, el número de socorro. Al final lo he hecho y he vuelto a casa sin despedirme. Menos de las doce. Por suerte ellos, un hogar, en los sillones y la calefacción, el olor a ropa limpia y cualquier película en blanco y negro en la tele. Os he sonreído. Me he sentado, hemos hablado. Por suerte eso, y yo buscando las zapatillas viejas, la ropa que me queda en esta casa, debajo de la cama, con la espalda al aire allí donde no llegaba el pantalón y ese frío del suelo tocándome el centro de los riñones. Faltaba una. Entonces alguien ha tirado una piedra a la ventana. Entonces yo me he quedado ahí, cerca del suelo, de la tierra, del frío de la losa y las marañas de pelusas, de no barrer. Otra piedra. He apretado los ojos y me he quedado quieta. Que nadie viera el movimiento. Se han ido. No sé quién era, pero se han ido. Me he tirado en el colchón y me he sentido mal por la huida. Pero es que tan lejos... Ahora tan lejos... y os he sabido rojos de vino, en la puerta de algún bar, bebiendo bebida traída de casa. Y os he sabido ahí y me he alegrado de mi cama, las cortinas, una zapatilla solo - y yo corriendo descalza tras la otra en la boca de esa bola mamífera de pelo y babas que me ladraba jugando. Cama y teclas. O teclas y cama. Y no importa si es sábado, o me duele el frío en los huesos, o ellos se preocupan porque llego muy temprano a casa. No importa. El cuarto huele a sábana limpia y me da sueño el calor lento, amarillo, que despide el radiador.

1 comentario:

Anónimo dijo...
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