No comprendía el frío al salir del aeropuerto, la lluvia, la gente encogida bajo un abrigo color gris. Ha sido como viajar las estaciones. Luego yo sola en el x22. La lluvia y hora y media dentro del x22. El conductor de lejos y yo en la fila seis, o la diez, he leído, viendo ya de lejos las torres, y lo verde, he leído:
CAMPUS AMERICANOJuan Antonio González-Iglesias.
University of Oregon
Entre la biblioteca y el gimnasio
se extiende el cementerio donde duermen
los que fundaron la ciudad. El musgo
crece por las mayúsculas romanas
de los nombres británicos, y dentro
de los exactos números el liquen
obstruye la lectura: Died september.
Consigo descifrar que alguien vivió
28 años 17 días
en el siglo pasado, el XIX.
Apenas una cruz, algún ciprés.
Hiedra por todas partes. Instantáneas
corren irreverentes las ardillas
sobre las tumbas. Y por los caminos
algunas bicicletas, estudiantes
con los monopatines y los libros
bajo el brazo, y el tránsito esperable
de enamorados y de solitarios.
Yo mismo lo atravieso muchas veces.
Los jueves por la tarde los alumnos
juegan en la pradera colindante
un partido de rugby que terminan
felices y agotados. Todo indica,
por el conocimiento que tenemos
de este mundo, que un día sus magníficos
muslos descansarán bajo la tierra.
Pero la sobredosis de futuro
propia de cualquier campus y la idea
de que las leyes físicas no tienen
plena vigencia en este territorio,
me hacen pensar en la resurrección
con una intensidad inusitada.
Tal vez también influya que este otoño
acabo de cumplir cuarenta años.
De Eros es más.
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