septiembre 30, 2006
La tarde que fui ciega
10.05.06 Penélope y las tarjetas de presentación
A Ítaca le cambiaron el nombre y el lugar. La confunden con otras ciudades, otras islas, tal vez. Ítaca es un buen sitio para Penélope. En Ítaca dan las cañas a un euro y el baño es unisex. Cuando hace mucho calor, cuando es la hora de marcharse, suben la música y apagan las luces. Tertulia no. Ítaca sí. Penélope tiene una mesa vacía, reservada, frente al espejo, para ser más ella. Un espejo donde se escriben las notas etílicas, las notas de dos palabras, que luego algún impulso escatológico dejará cerca del baño, abandonará sobre la mano que asoma bajo una manga, la mano, la poca luz, la poca memoria. Y cómo no va a dolerle la memoria, a Penélope, en el centro justo del espejo, en mitad de la isla Ítaca. Cómo no, si hasta las mejores tarjetas de presentación acaban hechas fuego, o pedazos. Cómo no, si a base de cristales y silencios de coche quedó muda. Cristal de espejo turbio entre humos. Ítaca es un buen lugar para esperar. Esperar es lo que hacen todos los cobardes.
25.09.06
Teclas
Es que hay veces que no, por mucho que quieras. Está más cerca lo de siempre, el sueño, los ojos, la luna, todas esas cosas que llenan de nada las palabras a base de veces. Y veces, es que hay veces que no. Por mucho que uno, que una se empeñe, no. No se puede. Y se prueba delante del espejo, en voz baja, en la cama, en el sofá, con música, en la calle, en las esquinas, en las terrazas con gente o debajo de las palomas (de las palabras, escribí ahora que no estoy escribiendo, que estoy sin estar, sin pensarlo). Así que debajo de las palabras. Quizá eso sonaría a algo si no estuviéramos ahora en esto que no es nada. Si no estuviera más pendiente de la leche caliente, de mis ojos, del humo, de los olores, que de las teclas o eso que a veces, cruzando pasos de cebra y dando los besos de rigor a escritores que añoro, eso que a veces, cuando no llegan noticias de Berlín y todo se pone extraño y las señales nos engañan, me vuelven loca y aparece esa paranoia de números convertida en treses de rojo repartidos a lo largo de la acera, eso que a veces, cuando él olvida mi nombre, o cuando alguien me embiste con la lengua, eso que tantas veces, me hace llorar (y aquí llorar no duele). Eso y no el vaso de leche caliente, mis ojos, el humo, los olores. Más aquí que allí. Más entre las teclas.
septiembre 29, 2006
Esa luz
Y es que después de la tormenta todo quedó medio amarillo, como de luz, como de agua. Llover es lo mejor que pasa a veces, cuando ruegas que llueva, cuando cruzas los dedos y vas nerviosa de ventana en ventana, esperando algo y respirando a golpe de trueno, los estertores del verano más corto – más amplio. Entonces se te queda esa cosa en la garganta, que no es deseo, no es ansiedad, no sabes bien, es tormenta en tu cuerpo, supones, ese vacío de babas o besos. Y que llueva, pides que llueva, abres del todo el balcón y te gritan de lejos que la corriente, que el frío, que la ropa mojada, que esas cosas que se gritan cuando a uno no se le cuelan en la glotis todas las luces de agua, de tormenta. Y qué le vas a hacer tú, con la cámara de un lado, de este, como si pudieras pararlo, retrasarlo, que se quedara aquí. Y después de la tormenta siempre viene algo. Lo sabes por cómo se te queda el cuerpo mientras luchas con los palillos de la comida china y ves que no vendrá nadie al restaurante, tú y tú, solas, tú y ella, quieres decir, comiendo arroz frito de la casa y bebiendo agua natural. Lo sabes por cómo pides la cuenta, sabes que después del agua, viene algo. Aunque no haya nadie – al final, casi nadie – en las calles, aunque todo esté lleno de charcos y frío y tú andes casi descalza y en manga corta, aunque todo eso, a veces sabes que va a pasar algo, en el último paso, o justo antes de encajar la llave, que llevas ya desde hace tres calles en la mano, apretándola, impaciente, o alejando el miedo a ese silencio donde siempre ha habido pasos, gente, luces sin agua.
septiembre 21, 2006
septiembre 20, 2006
septiembre 15, 2006
Qué hacer con esta hora
septiembre 13, 2006
Espejos
septiembre 03, 2006
De cuando viví en un castillo
Subir arrastrando cuestas, ruedas de maleta por una tierra de nubes y castillo. El río y sus mosquitos, y sus puentes viejos y tú sintiéndote extraña en un camino que sabes que sólo tienes quince días para recorrer. Tu poco creer en la gente, tu mucho reír, la risa como manifestación constante y escandalosa de tu más absoluta y profunda timidez. Al final entras en una sala de gente, de juegos, de otras horas que no son esto, este pueblo y sus mismas calles de siempre. Gente nueva y ella, que ya sabías, sabíais que ella iba a venir. Los demás son distintos, son otra cosa, son gente a la que no esperabas, que no te espera. Gente que podía haber estado o no, como tú. Y oyes otras lenguas y otros rostros y ese estar siempre un poco por fuera más que por dentro, tú ya te entiendes (aunque en realidad no). Y son rostros que podrías haber encontrado en la calle, sin embargo han sido tus horas. Tus horas de desayuno, ojos dormidos, sed de resaca. Las artistas y las piedras viejas, piedras en sueños, en todo. La torpeza de tus manos y la risa, siempre
Tú, mi arista, mi paciente, mi primera charla.
Tú, mi niña del frío, siempre el frío y tus ojos de sur, aunque tu frío de centro.
Tú, palabras con ese, tantas eses, y cómo susurrabas y hablabas de otros tiempos, otras piedras y brazos levantando catedrales siglo a siglo con los ojos apuntándote algún sueño.
Tú, que aunque no hablabas, cantabas siempre que creías estar sola.
Y tú hablándome de Almodóvar, medio en inglés medio español, y yo riendo del conservadurismo de tu patria y sus iglesias mientras censurabas Kika con la memoria y luego pasábamos a Corea y sus directores y a descifrar algunas palabras imposibles entre tu lengua y
Tú sin embargo eras distinto. ¿Verdad? Que pena que ya no vayas a leerme. Qué pena porque te hubiera escrito tanto… Te hubiera escrito aparte y sin callarme nada, sin callarme todo eso que no se podía decir rodeados de armaduras de seis de la mañana, cuando dormían, o parecían dormir, y tú y yo en el único trozo sin luz, en lo único oscuro de ese pasillo que se encendía a tu paso, mi paso. Detesté tu marcha y los días de no mirarme, detesté tu dolor y deseé que no te fueras, que nadie se fuera. Pero tu mar ya está más lejos que nunca. Ahora ya no me dejas que diga lo que me quedaba por decir.
Y entonces hay que seguir… Hay que seguir contigo, el otro tú, por ejemplo, aquel que me hizo llorar y comerme una servilleta de bar y las palabras etílicas que habías puesto en ella. Te odié a ti y tus instrucciones, te odié y por eso escupí en la papelera del baño la servilleta hecha añicos. Tenías que escribir eso, lo sé, lo sabemos, pero qué más da si tú tampoco vas a leerme.
Vosotras, sin embargo, erais dos en una. Un trocito de sur, de guitarras mudas que nunca pudimos tener. Hay cosas que siempre tengo lejos, cosas que a veces no viene mal tener un poco más de cerca.
Y cómo no hablarte a ti, tú y yo, que tan poco hablamos y de repente tu sonrisa de último día. Me dejaste casi más triste que nadie, por dejarme, porque siempre es la historia de siempre, de cómo el tiempo se mueve a saltos boca arriba, hacia delante. El otoño, luego un invierno y tú en tu sitio, después del hielo, las no-charlas, las horas. Ni siquiera sé si sabes que hablo de ti.
Tus no erres, tu afonía de gallo lindo, lejano, de tierra que añoro apenas sin conocer. Cómo preguntaste por mi estado aquella vez, con esa voz de otro lugar, de mares menos de sur que los míos. Cómo te estuve de agradecida por tu voz y tus cejas.
Y tú, otra extranjera, mujer tocable, última noche, algunos abrazos. No tuvimos tiempo de saber quiénes éramos. Creo que eso es todo lo que me quedó por decirte cuando te vi diciendo adiós.
Y contigo, si me entendieras, cuánto hubiera querido retener de tus gestos y tus alturas de niña que salta, niña muda subiendo por un lateral del río. Y el libro y tus manos, y nuestra primera charla y cómo quise llevarte siempre cerca y me resultó tan difícil.
Tú quedaste un poco asustado. Y lo sé. No era mi intención esa nota de último momento. No era mi intención pero tú también sabes lo que fue tanta cerveza. Lo hice por silencio, por rabia, por timidez. Lo hice por eso y por venganza hacia mí misma, hacia tu forma de evitar miradas. Sólo por eso. Perdón si ofendí, porque no quería ofender. No sé muy bien lo que quería.
Y tú y cómo siempre me daban rabia de ti las mismas cosas, y cómo me hacías reír aunque viniera con un nudo en la garganta y no me gustara el menú. Y qué manera de meterte conmigo, contigo, con todo. Reírse tanto y cómo hoy hay palabras que ya no suenan a lo mismo. Que tienen más gracia, quizás.
Y tú y las canciones de última noche, canciones en ti y cómo el humor te salvaba, nos salvaba tantas veces. Tu humor. Cuántas gracias, gracias por él.
Vosotras dos y algunas canciones de los ochenta. Vosotras dos y cómo tú apenas hablabas, y cómo tú vivías en ti y en tu sordera con mi risa al otro lado. Vosotras dos y quizá un abrazo que nos faltó. Quizá.
Cuánta gente y qué poco tiempo y cómo subí la cuesta sabiendo que algún día todos la bajaríamos tristes, sin un lápiz entre los dedos, sin ese sol de dos de
Cómo ella (me juré que no me permitiría un nombre), cómo ella y yo subimos en un autobús desierto, un autobús con gente de otras partes que no interesaban, después de todo, no interesaban. Viajamos y dormimos y yo tuve algunas pesadillas de vuelta a casa. De pasar septiembre en un bar, del lado menos borracho de
Al Alba (a Alba)
Quiero que leas esto cuando ya nos separe la suficiente tierra (que nunca es suficiente), cuando ya no recorras estas calles y puedas pasar por estos días sólo con la punta de la memoria, no con este peso de recuerdos que abruma y ahoga ahora cada hora que hemos pasado. Hace calor, calor peninsular y ganas de otoño. Busca, busca aviones de noviembre que habrá algún vuelo que nos una. Hace calor, se pega al cuerpo y por entre los dedos, y ni siquiera eso puede una retenerlo. Da igual que Mula sea una pierna rota, que Toledo sea cuesta arriba. Da igual. Gracias por estos días. He aprendido por qué en las islas no hay invierno.