Me parece casi tierno que aún me queden fuerzas para esto. Para deshacerme así, aquí, de los zapatos y ser capaz de andar aún por la casa arrastrando los pies descalzos en busca de medio Myolastan, para desatar este nudo de músculos, de dedos. Me ha parecido casi tierno ver a mi jefe reparándome el corte en el dedo, llamándome por mi nombre y no por mis platos, con la tirita y su nudo en las cejas, y le he visto cara de hombre, persona, amable, que también puede amar. Y agachaba un poco la cabeza para ver el corte mejor, para no manchar los platos, quizás, como ese hilillo estúpido e insignificante que retrasaba mis servicios, pero atento, al fin y al cabo, al brote rojo que iba recorriendo la grasa (cerveza, ensaladilla, jabón) que me quedaba en las manos. Me ha parecido casi tierno y luego me ha hecho gracia, como todas las noches mientras tiramos la basura – pan, y comida, y más pan, y papel, y plásticos, y polvo y agua -, imaginarme la respuesta, su respuesta, si le dijera que podríamos hacer algo con el agua de las botellas de agua que aún no están vacías, o que sería importante empezar a reciclar. Me ha hecho gracia imaginármelo mientras le decía eso, porque no podría decírselo, porque no lo oiría, porque no empieza por: Ponme un plato de, pídeme una con, dile a cocina que. Me ha parecido tierno, triste, imaginar por un momento que pudiera interesarle, importarle, algo así como la ecología. Luego también me he pensado subiendo las escaleras de la terraza a la barra, tratando de memorizar los cafés hasta llegar a la máquina, repitiendo en la cabeza: cortado, bombón, solo, Larios limón, té con whisky, manzanilla, cortado, bombón, solo, Larios limón, té con whisky, manzanilla. Me ha hecho gracia imaginarme así, y plantearme entonces – cortado, bombón, solo, Larios limón, té con whisky, manzanilla – todas esas dudas existenciales que a veces me abruman. Me ha hecho gracia. Y también resultó casi bello, casi cómico, o trágico, ese momento de relax sabiéndome iluminada por fuegos artificiales y sus luces de pueblo, de verbena y cutrez de las fiestas más profundas, fue casi bello, objetivamente bello, que alumbraran esos fuegos la pila de platos sucios sobre la que me apoyaba, e inclinaba con ansiedad la botella de agua hasta mi boca, todo fuegos, todo artificio, para descansar, exhausta, de esa ida y venida a la barra, ahora que todos miraban el cielo, y se habían olvidado del hambre, del plato. Y se habían olvidado de gritarme mis no-nombres, que son tantos, pero que no vale la pena repetir. Así que pudo ser bello aunque no sé si lo fue, porque ahí también estábamos todavía en la nube. Como ahora. Y es que ahora todo está como en invierno. La manta en la cama deshecha, las sandalias llenas de barro, el equipaje en la cabeza. La última noche. La última noche y empezar otra vez. Y tratar de salir de esta nube de bares y cama, cama y bares, que no me deja mirar, ni ver, porque me lloran enseguida los ojos, de humo, o de sueño, de ver amanecer todas las mañanas. Y poder entonces pensar más por dentro, necesitar menos ruido. Como ahora, menos ruido. Y me miro el corte en el dedo, que ya hace rato que dejó de sangrar. Y me acerco la mano a la nariz, y aún me huele a barra y me arden los pies. Sólo queda un día. Y es curioso que éstas sean las mismas manos que luego, que teclas, que sueños, notas de bar, del otro lado del bar, de otras notas sin precios, ni memoria. Otras notas, notas a Quique González, quizá, aquella noche en Ítaca dejarla caer sobre su manga larga y saber que la lee, que la está leyendo, y mirarme mucho en el espejo por miedo a dejar de ser yo. Y notas, y otros sueños. Y ayer, anoche, mientras recorría los kilómetros, las horas de platos y reciclaje antihigiénico de pan, anoche Quique estaba más cerca que nunca y me parecía que todo estaba lejos. Porque es eso, hay que salir de esta nube de bares y cama. Hay que salir, para que se vaya el ruido, para que vuelva Quique, para volver a sentir algo más que un dolor de huesos y ojos, este dolor que no deja llorar. Porque no tengo tiempo.
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