septiembre 03, 2006

De cuando viví en un castillo


Subir arrastrando cuestas, ruedas de maleta por una tierra de nubes y castillo. El río y sus mosquitos, y sus puentes viejos y tú sintiéndote extraña en un camino que sabes que sólo tienes quince días para recorrer. Tu poco creer en la gente, tu mucho reír, la risa como manifestación constante y escandalosa de tu más absoluta y profunda timidez. Al final entras en una sala de gente, de juegos, de otras horas que no son esto, este pueblo y sus mismas calles de siempre. Gente nueva y ella, que ya sabías, sabíais que ella iba a venir. Los demás son distintos, son otra cosa, son gente a la que no esperabas, que no te espera. Gente que podía haber estado o no, como tú. Y oyes otras lenguas y otros rostros y ese estar siempre un poco por fuera más que por dentro, tú ya te entiendes (aunque en realidad no). Y son rostros que podrías haber encontrado en la calle, sin embargo han sido tus horas. Tus horas de desayuno, ojos dormidos, sed de resaca. Las artistas y las piedras viejas, piedras en sueños, en todo. La torpeza de tus manos y la risa, siempre la risa. Porque nadie entiende de qué te ríes, sonríes tanto. Y tú lo sabes, tu vergüenza, tus miedos, tú. Lo sabes. Siempre robas de los sitios, de la gente, aquello que hace tu collage, tu yo, tu ser siempre otra, querer serlo. Y hay gente de la que querrías haber tomado tanto… y todo siempre queda lejos.

Tú, mi arista, mi paciente, mi primera charla.

Tú, mi niña del frío, siempre el frío y tus ojos de sur, aunque tu frío de centro.

Tú, palabras con ese, tantas eses, y cómo susurrabas y hablabas de otros tiempos, otras piedras y brazos levantando catedrales siglo a siglo con los ojos apuntándote algún sueño.

Tú, que aunque no hablabas, cantabas siempre que creías estar sola.

Y tú hablándome de Almodóvar, medio en inglés medio español, y yo riendo del conservadurismo de tu patria y sus iglesias mientras censurabas Kika con la memoria y luego pasábamos a Corea y sus directores y a descifrar algunas palabras imposibles entre tu lengua y la mía. Ya te dije que prefería a Woody Allen.

Tú sin embargo eras distinto. ¿Verdad? Que pena que ya no vayas a leerme. Qué pena porque te hubiera escrito tanto… Te hubiera escrito aparte y sin callarme nada, sin callarme todo eso que no se podía decir rodeados de armaduras de seis de la mañana, cuando dormían, o parecían dormir, y tú y yo en el único trozo sin luz, en lo único oscuro de ese pasillo que se encendía a tu paso, mi paso. Detesté tu marcha y los días de no mirarme, detesté tu dolor y deseé que no te fueras, que nadie se fuera. Pero tu mar ya está más lejos que nunca. Ahora ya no me dejas que diga lo que me quedaba por decir.

Y entonces hay que seguir… Hay que seguir contigo, el otro tú, por ejemplo, aquel que me hizo llorar y comerme una servilleta de bar y las palabras etílicas que habías puesto en ella. Te odié a ti y tus instrucciones, te odié y por eso escupí en la papelera del baño la servilleta hecha añicos. Tenías que escribir eso, lo sé, lo sabemos, pero qué más da si tú tampoco vas a leerme.

Vosotras, sin embargo, erais dos en una. Un trocito de sur, de guitarras mudas que nunca pudimos tener. Hay cosas que siempre tengo lejos, cosas que a veces no viene mal tener un poco más de cerca.

Y cómo no hablarte a ti, tú y yo, que tan poco hablamos y de repente tu sonrisa de último día. Me dejaste casi más triste que nadie, por dejarme, porque siempre es la historia de siempre, de cómo el tiempo se mueve a saltos boca arriba, hacia delante. El otoño, luego un invierno y tú en tu sitio, después del hielo, las no-charlas, las horas. Ni siquiera sé si sabes que hablo de ti.

Tus no erres, tu afonía de gallo lindo, lejano, de tierra que añoro apenas sin conocer. Cómo preguntaste por mi estado aquella vez, con esa voz de otro lugar, de mares menos de sur que los míos. Cómo te estuve de agradecida por tu voz y tus cejas.

Y tú, otra extranjera, mujer tocable, última noche, algunos abrazos. No tuvimos tiempo de saber quiénes éramos. Creo que eso es todo lo que me quedó por decirte cuando te vi diciendo adiós.

Y contigo, si me entendieras, cuánto hubiera querido retener de tus gestos y tus alturas de niña que salta, niña muda subiendo por un lateral del río. Y el libro y tus manos, y nuestra primera charla y cómo quise llevarte siempre cerca y me resultó tan difícil.

Tú quedaste un poco asustado. Y lo sé. No era mi intención esa nota de último momento. No era mi intención pero tú también sabes lo que fue tanta cerveza. Lo hice por silencio, por rabia, por timidez. Lo hice por eso y por venganza hacia mí misma, hacia tu forma de evitar miradas. Sólo por eso. Perdón si ofendí, porque no quería ofender. No sé muy bien lo que quería.

Y tú y cómo siempre me daban rabia de ti las mismas cosas, y cómo me hacías reír aunque viniera con un nudo en la garganta y no me gustara el menú. Y qué manera de meterte conmigo, contigo, con todo. Reírse tanto y cómo hoy hay palabras que ya no suenan a lo mismo. Que tienen más gracia, quizás.

Y tú y las canciones de última noche, canciones en ti y cómo el humor te salvaba, nos salvaba tantas veces. Tu humor. Cuántas gracias, gracias por él.

Vosotras dos y algunas canciones de los ochenta. Vosotras dos y cómo tú apenas hablabas, y cómo tú vivías en ti y en tu sordera con mi risa al otro lado. Vosotras dos y quizá un abrazo que nos faltó. Quizá.

Cuánta gente y qué poco tiempo y cómo subí la cuesta sabiendo que algún día todos la bajaríamos tristes, sin un lápiz entre los dedos, sin ese sol de dos de la tarde. La bajaríamos sabiendo que ya era otra, que siempre sería otra (la cuesta, la mañana, todo).

Cómo ella (me juré que no me permitiría un nombre), cómo ella y yo subimos en un autobús desierto, un autobús con gente de otras partes que no interesaban, después de todo, no interesaban. Viajamos y dormimos y yo tuve algunas pesadillas de vuelta a casa. De pasar septiembre en un bar, del lado menos borracho de la barra. De que todo se vacíe de gente y se llene de cohetes y fiestas de pueblo. De esperar la facultad de antes, la facultad de entonces, cuando todavía no nos conocíamos. Porque al principio del verano todos somos otros. Porque los veranos también acaban.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

una asonancia de verdad,
mejor, un osimoro fantástico.
Una contradicción

M dijo...

Esto no es silencio, mi querido aristócrata. ¿Te fue tan mal en la ciudad?