septiembre 29, 2006

Esa luz






Y es que después de la tormenta todo quedó medio amarillo, como de luz, como de agua. Llover es lo mejor que pasa a veces, cuando ruegas que llueva, cuando cruzas los dedos y vas nerviosa de ventana en ventana, esperando algo y respirando a golpe de trueno, los estertores del verano más corto – más amplio. Entonces se te queda esa cosa en la garganta, que no es deseo, no es ansiedad, no sabes bien, es tormenta en tu cuerpo, supones, ese vacío de babas o besos. Y que llueva, pides que llueva, abres del todo el balcón y te gritan de lejos que la corriente, que el frío, que la ropa mojada, que esas cosas que se gritan cuando a uno no se le cuelan en la glotis todas las luces de agua, de tormenta. Y qué le vas a hacer tú, con la cámara de un lado, de este, como si pudieras pararlo, retrasarlo, que se quedara aquí. Y después de la tormenta siempre viene algo. Lo sabes por cómo se te queda el cuerpo mientras luchas con los palillos de la comida china y ves que no vendrá nadie al restaurante, tú y tú, solas, tú y ella, quieres decir, comiendo arroz frito de la casa y bebiendo agua natural. Lo sabes por cómo pides la cuenta, sabes que después del agua, viene algo. Aunque no haya nadie – al final, casi nadie – en las calles, aunque todo esté lleno de charcos y frío y tú andes casi descalza y en manga corta, aunque todo eso, a veces sabes que va a pasar algo, en el último paso, o justo antes de encajar la llave, que llevas ya desde hace tres calles en la mano, apretándola, impaciente, o alejando el miedo a ese silencio donde siempre ha habido pasos, gente, luces sin agua.

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