Soy esclava de una tarjeta blanca. Aquí todos lo somos. Hay quien la pierde y paga las cuarenta libras de multa, o quien tiene que levantarse a media noche porque recuerda que está en un bolsillo del bolso y teme no acordarse mañana. Todos vivimos en ese miedo a perderla. Salimos a la cocina con ella en la mano, le ponemos el nombre con rotulador azul o la colocamos en sitios estratégicos: La mía es la primera empezando por la izquierda, dices, o la que está encima del microondas. Y entonces, un día, si te cansa cargarla en la mano, no ser nadie sin ella, no poder doblarla ni guardarla en los bolsillos, te rebelas. Te rebelas y decides dejarla sólo un momento, tan sólo unos minutos de ducha encima de la mesilla. Y la abandonas, te sientes libre, te duchas libre, te gusta, te libera su ausencia, no saberla en el lavabo o en el bolsillo del pijama, pensarla lejos, como mínimo en la mesilla de la habitación trece. Pero sales, envuelta en toalla, con la ropa sucia en una mano, con su ausencia en la otra, y te das cuenta de que estás atrapada, de que la tarjeta te ha encerrado en el campus entero, te ha encerrado y no tienes derecho a la habitación trece. Protestas, tienes frío. Utilizas el número de emergencias y un señor con chaleco amarillo te pregunta: ¿Estás segura de que es éste tu cuarto? Dime qué tienes dentro. Y le explicas, con la toalla sobre el cuerpo desnudo, con frío en los pies: Una cama, un armario, paredes amarillas, sábanas granates y un abrigo verde. Usa su llave maestra, su tarjeta maestra, y te deja pasar. Y entras con frío, sintiéndote desnuda, y la ves ahí, vengarse, haciendo del campus una trampa, dándole la vuelta, mostrándote que puede uno estar atrapado sin necesidad de estar dentro, que sin ella no eres nadie, nada te pertenece y que eres tú, claro, la que la necesita a ella y no al revés.
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